¿Quién es Osama Bin Laden?

Osama bin Laden
Arabia Saudí

bin_laden_1.jpg De nombre completo Osama bin Mohammad bin Awdah bin Laden, también citado con los nombres propios Usama o Usamah, y el patronímico Ladin.* 10 de marzo (o 16 de junio) de 1957 , Riad. El hombre que cobró la máxima notoriedad mundial por su atribuida autoría del catastrófico ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington proviene de una familia árabe de alto estatus social y económico. Su padre, Mohammad bin Awdah bin Laden, ha sido descrito como un campesino y albañil nacido en la provincia de Hadhramaut del antiguo Yemen del Sur, entonces colonia británica, que emigró a Arabia Saudí en los años treinta y que se hizo rico dos décadas después.   

1. Abrazo del extremismo religioso desde la abundancia material
Mohammad bin Laden diversificó sus inversiones y terminó amasando una fabulosa fortuna, estimada en 5.000 millones de dólares. La casa real saudí primero le solicitó un préstamo para cubrir los salarios de los funcionarios en un apuro financiero y luego adjudicó en exclusiva a la Bin Laden Corporation las contratas de las obras de ampliación y acondicionamiento de los recintos sagrados de La Meca y Medina, que se habían quedado pequeños para acoger a los millones de peregrinos llegados cada año para el hadj. La empresa también fue encargada de construir una red de modernas autopistas para unir los principales núcleos del país.
Estos negocios al servicio del Estado y la fe del Islam otorgaron a los bin Laden gran respetabilidad, así como unas relaciones de privilegio con los Sa’ud, siendo de dominio público la estrecha amistad del cabeza de familia con el rey Faysal. Durante un breve período, Mohammad bin Laden incluso sirvió como ministro de Obras Públicas en su Gobierno. La madre del niño, de nombre Alia Ghanem y saudí de nacimiento pero de ascendencia siria, que acaso no era una de las once esposas oficiales sino una concubina, sobrevivió a Mohammad bin Laden, que falleció en un accidente de tráfico en una fecha comprendida entre 1968 y 1972.

Criado y crecido en Jeddah, Osama recibió una educación esmerada en centros elitistas, como el Victoria College de Alejandría, Egipto, destino recurrente de los retoños de príncipes y jeques de todo Oriente Próximo, y gozó de los lujos de los jóvenes de su condición. En compañía de sus numerosos hermanos y hermanastros, en torno a la cincuentena (las fuentes difieren sobre este punto, pero algunas le atribuyen hasta 54, entre varones y hembras), tenidos por el padre con sus 22 esposas y concubinas, realizó viajes a diversos lugares de Europa para recibir formación especializada, aprender el idioma inglés o simplemente disfrutar de unas vacaciones.

Tras el fatídico 11 de septiembre de 2001, los medios de comunicación de todo el mundo se han afanado en rastrear sus andanzas juveniles. Así, han aparecido testimonios fotográficos y orales de estancias, desde comienzos de los años setenta hasta comienzos de los ochenta, en Suecia, Suiza, Oxford y Marbella, éste un destino habitual de los príncipes y jeques árabes en la costa mediterránea española.

Alto (supera los 1,90) y delgado, descrito como un joven introvertido y de carácter apacible, devoto de su fe y no entregado a la vida licenciosa de la que hacían y hacen gala muchos notables saudíes en sus escapadas vacacionales, se inició en la doctrina de la fe en una madrasa (seminario coránico) de Jeddah antes de estudiar Ingeniería, Gestión de Empresas y Teología islámica en la Universidad Rey Abdulaziz de Jeddah, al tiempo que participó en la administración del emporio empresarial de su familia.

Desde los primeros años setenta se le cree vinculado a sectores islámicos rigoristas de Arabia Saudí, señalándose 1973 como el año de esta primera toma de contacto. Circula también el dato, nebuloso como todo en esta etapa, de su primera boda, concertada, con una muchacha siria con la que tenía un lejano parentesco, en 1974 o 1975, por la época en que emprendió sus estudios universitarios.

Hacia 1979 concluyó sus estudios y pasó a desarrollar una actividad islámica militante. Aquel año fue crucial para el despertar del Islam político en toda la región. En febrero triunfó la revolución jomeinista shií en Irán, y el mismo reino saudí, hasta entones un remanso de estabilidad, experimentó una sacudida de envergadura en noviembre, cuando unos 200 islamistas fanáticos del proscrito movimiento sectario Ijwán se hicieron fuertes en la Gran Mezquita de La Meca con la pretensión de que su cabecilla fuera proclamado el Mahdí (esto es, el mesías esperado, enviado por Dios para instaurar un imperio de justicia islámica universal), hasta que las fuerzas de seguridad los aniquilaron sin contemplaciones. Precisamente, Mohammad bin Laden había sido un mahdista fervoroso, y algunos autores apuntan a una posible complicidad de la corporación familiar en la sedición.

2. Trasfondo ideológico del futuro terrorista
Llegado a este momento decisivo en la trayectoria del personaje, conviene explicar el marco religioso y cultural del que procede. En Arabia Saudí, cuna del Islam y centro espiritual de los mundos árabe y musulmán, el reino fundado en 1932 por `Abd al-`Aziz (Abdulaziz) Al Sa’ud se revistió de una legitimidad religiosa como custodio de las Mezquitas Santas de Medina y La Meca y como adalid del movimiento de reforma wahhabí, surgido en el siglo XVIII como una secta sunní fundamentalista en extremo y, de paso, como un movimiento político contra la dominación de los turcos otomanos, considerados decadentes y secularizados. El wahhabismo tuvo como fundador religioso a Muhammad ibn `Abd al-Wahhab, fallecido en 1787, pero su paladín con un pie en la política fue el jeque Muhammad ibn Sa’ud, primer emir del Nejd en 1735 e iniciador de la tradición saudí.

Los wahhabíes se atienen estrictamente a la escuela de jurisprudencia hanbalí, la más orientada hacia lo árabe y lo tradicional de las cuatro interpretaciones históricas de la sharía o canon de la ley islámica, y que fue fundada por Ahmad ibn Hanbal en el siglo IX. Para los hanbalíes, la única verdad que regula todos los aspectos de la vida, temporal y espiritual, del creyente emana del Corán y de la sunna, ésta entendida como los seis compendios de hadices (o hadith, textos recopilatorios de los hechos y palabras del Profeta, que conforman la tradición y complementan al Corán) más importantes por atribuirse su autoría a Mahoma y sus primeros seguidores.

Puesto que hacen una interpretación literal de los Textos Sagrados, se oponen a toda innovación racionalista, presente en otras escuelas jurídicas, y por lo tanto rechazan la mayoría de los hadices y, desde luego, toda la jurisprudencia (fiqh) de origen no coránico o mahometano, como los razonamientos jurídicos (iytihad) respaldados por el consenso de los creyentes (ichma).

El wahhabismo histórico hizo una interpretación especialmente beligerante de la jihad (concepto que en principio designa el esfuerzo o lucha personal por convertirse en un buen musulmán) como el recurso a la espada, pero no ya para defender su fe, sino para imponerla a cualquiera que disintiera de ella. Su rechazo intransigente a todo testimonio de culto y de fe, que bajo las formas de la imaginería y la devoción popular a los santos consideraban idolatría y que expresado en mezquitas con minaretes o tumbas suntuosas veían como una expresión de vanidad de quien sólo debía ser un siervo sumiso de Dios, les llevó a comienzos del siglo XIX al extremo de conquistar y saquear los santuarios de La Meca y el mausoleo de Mahoma en Medina, unos sacrilegios que espantaron al orbe islámico, antes de ser sojuzgados por el sultán turco.

En Arabia Saudí este credo, con sus extremados rigorismo y puritanismo, impregnó de conservadurismo al Estado, organizado por Abdulaziz Al Sa’ud como una monarquía absoluta y patrimonialista, y a la sociedad, férreamente sometida a las prescripciones de la sharía, a veces draconianas, sobre aspectos tales como el alcohol, el tabaco, el papel de la mujer y el castigo de los delitos.

Precisamente, la revuelta de La Meca en 1979 fue interpretada como una expresión de censura, particularmente violenta y mesiánica, al estilo de vida de los Sa’ud y demás familias esclarecidas, cuyas opulencia y disfrute de las costumbres lúdicas de Occidente hacían dudar a los fieles más celosos sobre su verdadero sometimiento a los preceptos coránicos.

La invasión soviética de Afganistán en diciembre de 1979 para sostener al régimen marxista frente a la rebelión de los mujahidín locales, levantó una ola de solidaridad en el orbe islámico que de paso galvanizó a movimientos fundamentalistas en varios países árabes. A sus 22 años, bin Laden, con el apoyo entusiasta de su familia y con los parabienes de la casa real, que le avaló como uno de los notables al frente del contingente saudí, decidió tomar parte en esta suerte de brigadas internacionales contra el comunismo ateo. De esta manera, a comienzos de 1980, con sus cuatro esposas (dos saudíes, una sirio-palestina y una filipina) y sus quince hijos, llegó a la ciudad pakistaní de Lahore y de ahí pasó a Peshawar, en la Provincia de la Frontera del Noroeste.

En esta ciudad, que era la puerta de acceso a Afganistán a través del paso del Khyber, en la frontera nordeste, bin Laden fue acogido por el partido Jamaat-e-Islami (Asociación Islámica), entonces la primera fuerza política islamista de Pakistán y que gozaba de poder en el Gobierno militar instalado en 1977, y trabó una estrecha relación con el jeque jordano-palestino Abdullah Yusuf Azzam, veterano intelectual islamista al que había conocido como docente en la Universidad de Jeddah y que ahora canalizaba las labores de la jihad en la retaguardia.

3. La escuela de la guerra en Afganistán
En realidad, bin Laden debutó en el escenario afgano de la mano de los servicios secretos de Arabia Saudí (el Istajbarat), Pakistán (el ISI) y Estados Unidos (la CIA), tres países muy interesados en reclutar combatientes islámicos de cualquier procedencia para fortalecer las opciones de las guerrillas afganas y conseguir la expulsión de los soviéticos de Afganistán. En unos años de agudización de la Guerra Fría, la administración de Ronald Reagan, de una manera sistemática desde 1986, patrocinó generosamente y calificó de «combatientes de la libertad» a unas fuerzas que le servían de peones en el tablero del enfrentamiento global con la URSS.

El entonces dictador pakistaní, el general Mohammad Zia ul-Haq, perseguía una política de prestigio y liderazgo de su país en el mundo musulmán y aspiraba incluir a Afganistán en el área de influencia de Pakistán en un escenario posbélico. Para el régimen de Arabia Saudí se trataba de demostrar a sus críticos internos y externos que el país en que nació Mahoma era un sólido defensor de la fe, y, al mismo tiempo, de extender la doctrina wahhabí en el país centroasiático.

Los tres estados tenían otro interés común sobre Afganistán, impedir que Irán suplantase a la URSS como potencia tutelar, bien para frenar el avance del fundamentalismo shií, rabiosamente antiamericano (Estados Unidos), bien por una cuestión de rivalidad estratégica regional (Pakistán), bien por antagonismo político-religioso (Arabia Saudí).

Siempre con la supervisión y la asistencia de la CIA y el Istajbarat, que dirigía desde Riad el príncipe Turki Al Faysal, viejo amigo de la familia bin Laden, y sobre el terreno codo con codo con su mentor Azzam, desde 1980 Osama bin Laden tomó parte en la lucha contra los soviéticos organizando campos de entrenamiento, dirigiendo labores de reclutamiento y captando donaciones para la jihad, por lo que hizo frecuentes desplazamientos a su país. A partir de 1982 se estableció de seguido en Peshawar y para encauzar dichas actividades ese mismo año (otras fuentes citan 1984) puso en marcha con Azzam la entidad Al Maktab ul-Khidamat Mujahideen, u Oficina de Servicios, a los Mujahidín.

Bin Laden acrecentó la financiación directa estadounidense y saudí con partidas procedentes del lucrativo tráfico de opio y morfina, pero también contribuyó de su bolsillo al traslado y armamento de los miles de voluntarios árabes -la denominación se aplicó a todos los musulmanes no afganos, bien árabes propiamente dichos (los menos), bien de otras nacionalidades, como uzbekos soviéticos, moros filipinos o uigures de la región china de Xinjiang- antes de tomar parte él personalmente en los combates.

Él ha asegurado en entrevistas, y hay segundos testimonios que lo atestiguan, que a partir de 1986 empuñó las armas en la provincia de Nangarhar, cuya capital Jalalabad estaba en manos de los gubernamentales y era un hito en la carretera de Peshawar a Kabul. Se ha dicho que en 1989 cayó herido en una batalla por el control del aeropuerto de Jalalabad y recibió los galones de mujahid (esto es, combatiente sagrado o el que hace la jihad).

Dicho sea de paso, en el área operaba la guerrilla fundamentalista pashtún (etnia mayoritaria de Afganistán y dominante en las regiones sureñas y orientales anexas a Pakistán, donde es a su vez la tercera etnia más populosa) del Hezb-e-Islami (Partido Islámico), liderada por el comandante mujahid Gulbuddin Hekmatyar. Bin Laden tuvo contacto regular con algunos comandantes del Hezb-e-Islami para coordinar y financiar acciones guerrilleras, pero parece que entre ellos no figuró Hekmatyar.

Este entramado logístico con cuartel general en Peshawar, que tenía un apartado ideológico muy importante con sesiones de adoctrinamiento político y de estudio religioso, permitió a bin Laden establecer unas estrechas relaciones con tramas islamistas nacionales, como la Jihad Islámica egipcia (Al Jihad Al Islami, responsable del asesinato del presidente Anwar as-Sadat en 1981), y con organizaciones de dimensión transnacional, como los Hermanos Musulmanes, el histórico movimiento islamista fundado en Egipto en 1928, y la Liga Islámica Mundial, creada por los saudíes en 1962 para contrarrestar el panarabismo nasserista entonces en boga, igualmente comprometidas con la suerte de sus hermanos de fe afganos.

A raíz de su instalación en 1986 en el centro de operaciones del túnel de Jost, excavado en las montañas al sudoeste de Jalalabad con la ayuda de ingenieros y obreros a su sueldo, y provisto de moderna tecnología de comunicaciones por Estados Unidos, bin Laden adquirió un control más estrecho de su red de combatientes, a los que compiló en una base de datos informática e instruyó personalmente en su primer campo de entrenamiento.

De la suma de este miniejército a su mando, entre 12.000 y 20.000 hombres, y del elenco de contactos con grupos integristas del exterior surgió en 1988 Al Qaeda, La Base (de datos), convertida luego en la tristemente célebre organización subversivo-terrorista. Al mismo tiempo, bin Laden rompió con el cada vez más moderado Azzam y pasó a asumir todo el control de Al Maktab ul-Khidamat. Partidario de poner fin a la jihad tan pronto como los soviéticos fuesen expulsados de Afganistán, Azzam fue asesinado en Peshawar en noviembre de 1989 en circunstancias nunca esclarecidas.

En febrero de 1989 el Ejército soviético, resignado a no poder derrotar a los mujahidín y tras sufrir 15.000 bajas, culminó su retirada de Afganistán por decisión de Mijaíl Gorbachov, quien quería a toda costa cerrar escenarios de confrontación con Occidente y ahorrar a la superpotencia en crisis los insostenibles lastres de la política de bloques.

Dejado a su suerte, el régimen de Mohammad Najibullah parecía tener los días contados (aunque resistió inopinadamente hasta abril de 1992, gracias a las crónicas luchas intestinas en un bando de mujahidín sujeto a distintas lealtades tribales, divisiones étnicas y religiosas, y antagonismos entre los cabezas de facción), y muchos de los árabes-afganos iniciaron la vuelta a sus lugares de origen, donde hallaron problemas para integrarse en la sociedad civil. La jihad tal como se la había entendido hasta entonces tocó a su fin, pero bin Laden, como cita el autor francés Gilles Kepel, ya tenía tejida una leyenda personal gracias a su buen carácter, su esplendidez con el dinero, su valentía en el combate y su devoción por la causa.

4. Mutación de enemigos y gestación de la jihad particular
En 1989, de mala gana porque pensaba que los saudíes y los estadounidenses debían seguir financiando la jihad pese a la retirada soviética, Bin Laden retornó a Arabia Saudí convertido en una celebridad y más enriquecido que nunca. Entró en el círculo de allegados del rey Fahd y retomó con brío la gestión de un conglomerado de empresas que sólo en parte correspondía a la herencia familiar.

Dicho sea de paso, en 1990 falleció en un accidente aéreo en Texas su hermano mayor, Salem, que había dirigido el imperio financiero desde el deceso del padre dos décadas atrás y hecho negocios con empresas de Estados Unidos. El periodista Eric Frattini revela que Salem bin Laden también tuvo contactos involuntarios con personas implicadas en el entramado clandestino Irangate que desacreditó a la administración Reagan, y que quizá su muerte fuera provocada.

Osama no olvidó a sus afganos y creó instituciones para asistirles económicamente o subvenir a las familias de los muertos en combate. Contraviniendo las demandas de los gobiernos de Riad y Washington, siguió facilitando la llegada a Afganistán de islamistas egipcios para combatir a Najibullah. Tal vez se habría estabilizado en esta vida de potentado poco acomodaticio con los nuevos intereses del reino de no producirse en agosto de 1990 otra sacudida histórica en Oriente Próximo, la invasión de Kuwait por el Irak de Saddam Hussein, si bien sus biográfos sostienen que ya en 1989 tenía decidido revolverse contra el imperialismo occidental.

Como bin Laden y sus hombres, el dictador de Bagdad había servido a los intereses estadounidenses en la región, esta vez en el combate frontal al Irán revolucionario del ayatollah Jomeini a través de una crudelísima guerra de ocho años (1980-1988). Pero Saddam perseguía ambiciones particulares de engrandecimiento económico y político, y cometió el error de apropiarse del rico emirato petrolero en la creencia de que su antiguo suministrador no reaccionaría militarmente. Antes bien, Estados Unidos organizó una vasta coalición internacional y un operativo bélico sin precedentes para expulsar a Irak de Kuwait por la fuerza.

El reino saudí, que dio asilo al emir kuwaití Jabir Al Sabah, se apresuró a sumarse a la coalición y a tragarse el sapo de sus implicaciones políticas y sociales negativas porque los ejércitos de Saddam apuntaban amenazadoramente al país arábigo, del todo indefendible en caso de agresión. Así que Fahd dio luz verde a Estados Unidos para que convirtiera su país en el portaaviones de un eventual ataque contra Irak.

La llegada de decenas de miles de soldados estadounidenses y de otras naciones occidentales tuvo un impacto sin precedentes en la archiconservadora sociedad saudí, que desde la expulsión de los turcos al final de la Primera Guerra Mundial no había conocido un ejército de ocupación, y desde luego nunca uno formado por cristianos infieles.

Bin Laden se erigió en público portavoz de muchos saudíes que consideraron humillante y sacrílega esta masiva presencia militar, por más que se circunscribiera a la ciudad de Dhahrán y a otros puntos cercanos al golfo Pérsico y no perturbara los Santos Lugares (si bien su patria chica de Jeddah, a orillas del mar Rojo y muy próxima a La Meca, fue un nudo logístico esencial en las operaciones de suministro aéreo de los contingentes internacionales). La ruptura definitiva con el rey sucedió, según parece, cuando éste prefirió la protección estadounidense a la brindada por su súbdito, que le había propuesto oponer a los irakíes un ejército exclusivamente musulmán con sus ex combatientes de Afganistán como tropa de choque.

De manera que en 1990 se levantaron contra Estados Unidos y sus aliados regionales dos antiguos apadrinados de circunstancias, y paradójicamente lo hicieron, en teoría, en bandos diferentes. Tanto Saddam como bin Laden apelaron a la solidaridad árabe con el pueblo palestino y al odio contra Israel, y recurrieron al lenguaje religioso de la guerra santa. En el caso del saudí la defensa de la jihad era genuina, pero tras ella seguramente hubo entonces y ha habido después más un rencor de tipo personal del que él quisiera admitir.

Irak fue obligado a retirarse de Kuwait en la campaña militar de enero y febrero de 1991, pero las tropas norteamericanas se quedaron en Arabia Saudí, dando un argumento definitivo a los círculos de jefes tribales y ulema (eruditos o doctores de la ley islámica) que simpatizaban con la actitud contestataria de bin Laden.

Partiendo de unos 4.000 ex combatientes afganos que tenía amparados en Medina y La Meca, bin Laden maquinó la comisión de atentados contra intereses de Estados Unidos en el marco de una jihad global para repeler al que consideraba el adalid de una suerte de moderna cruzada contra su país, y por extensión contra todo el mundo árabe y musulmán. El rencoroso reparador de la fe humillada urdió una críptica trama subversiva, de potencial al principio bastante limitado pero extraordinariamente compleja y poderosa luego, integrada por Al Qaeda como aparato militar y, según diversas fuentes, por una estructura diplomática denominada Frente Islámico Internacional, que ya dataría de esta época.

El movimiento de bin Laden tomó como bandera una doctrina muy reciente en el mundo islámico que se ha denominado salafista-jihaidista. Salaf significa «antepasados piadosos» y el salafista predica el retorno a las concepciones originales del Islam, lo que supone despreciar todo añadido doctrinal posterior al siglo III de la Hégira (622 d. C.); así, el wahhabismo saudí aparece como una forma de salafismo. La interpretación híbrida que abrazó bin Laden otorga una trascendencia obsesiva a la jihad, es decir, a la acción puramente militar, sobre aspectos como la predicación religiosa, la propaganda política o la movilización social.

Este enfoque reduccionista impidió desde el principio que la red de bin Laden derivara en un movimiento de masas en ningún país árabe, y por ende su pretensión revolucionaria, supeditada al objetivo principal de echar a los norteamericanos, de derrocar los «regímenes corruptos» de Oriente Próximo y «restablecer el Estado del Islam».

Al disidente saudí tampoco parece que le interesara argumentar pormenorizadamente su actuación para lograr adhesiones entre esa gran mayoría de la comunidad de creyentes ajena a los fanatismos agresivos y receptiva a los discursos racionales, y la circunscribió a socavar la hegemonía estadounidense y a desestabilizar gobiernos árabes moderados por la vía terrorista pura y dura.

Con todo, al llamado de bin Laden acudieron individuos y organizaciones extremistas de más de 40 países islámicos. Se alistaron muchos veteranos de Afganistán resentidos con Estados Unidos, que tan pronto como consiguió sus objetivos -mandar a casa a los soviéticos- se desentendió de ellos.

Esta coalición sin precedentes de mártires de Alá, o de terroristas fanáticos que envilecían los preceptos del Islam -según fuera el musulmán que la enjuiciara-, fue tomando forma en la década de los noventa hasta asociar en mayor o menor grado a los grupos islamistas más radicales y violentos, si bien algunos se habrían limitado a mantener canales de comunicación con bin Laden para no salirse del marco de lo que ellos entendían como luchas de liberación nacional contra estados concretos, activismo que por otro lado gozaba de mayor apoyo y legitimación populares.

Estos serían los casos de las organizaciones integristas de Palestina y Líbano, enfrentadas irreconciliablemente con Israel, pero cuando tras el 11 de septiembre de 2001 los servicios informativos de todo el mundo se esforzaron por deshilvanar la nebulosa urdimbre de Al Qaeda, lo que resultó fue una lista de organizaciones con datos imprecisos sobre el alcance de la interconexión con bin Laden y sus secuaces.

5. Declaración de hostilidades a Estados Unidos
Las actividades subversivas de bin Laden resultaron intolerables al régimen saudí y en octubre de 1991 o abril de 1992 (las fuentes, de nuevo, no coinciden sobre las fechas), librado por muy poco de acabar entre rejas, el otrora héroe del reino tuvo que abandonar el país. Tras una gira de inspección a las instalaciones de Al Qaeda en Afganistán, encontró acogida junto con unos cuantos centenares de milicianos en Sudán, donde desde 1989 gobernaba con mano de hierro el régimen militar-islamista del general Umar al-Hasan al-Bashir.

Se cree que bin Laden, cuyas cuentas totalizarían entonces unos 250 millones de dólares, financió la organización fundamentalista Frente Nacional Islámico (NIF) que dirigía el refinado panislamista Hassan al-Tourabi, considerado el ideólogo de una coalición, bastante inusual, decidida a acelerar la islamización por la fuerza de la sociedad sudanesa, a costa de las aspiraciones de democracia de los partidos de la oposición y de autogobierno de la guerrilla cristiana del sur. Hay constancia de los estrechos vínculos personales entre los dos hombres, cuyas residencias en Jartum estaban a tiro de piedra.

En el país africano bin Laden continuó forjando Al Qaeda tras la tapadera de su entramado de empresas legales. Sobre este punto, reubicó y amplió los negocios que había dejado atrás en Arabia Saudí, hasta poseer 60 empresas y sociedades en los ramos de la construcción, la industria química, la industria farmacéutica, la máquina-herramienta, el montaje de equipos informáticos y el comercio de productos agrícolas, con sucursales en diversos países, muchas veces en paraísos fiscales. El Gobierno sudanés incluso le otorgó las licitaciones para una serie de importantes obras públicas. Por su parte, el Gobierno saudí le presionó para que se reincorporara a la vida civil del reino y le canceló el pasaporte, sin resultado.

En 1992 Al Qaeda ya habría estado madura para atentar contra objetivos de Estados Unidos, aunque su tarjeta de visita distó de resultar clara en una serie de ataques cometidos desde ese año. El 29 de diciembre un trabajador yemení y un turista austríaco perecieron en un atentado con bomba contra un hotel de Adén utilizado por militares estadounidenses en misiones logísticas dentro de la operación humanitaria en Somalia. En su narración de los hechos, Eric Frattini sitúa a bin Laden en la misma ciudad, supervisando el atentado desde una cercana retaguardia.

Pero la acción que hizo saltar todas las alarmas se produjo el 26 de febrero de 1993 en Nueva York, cuando un coche bomba aparcado en el aparcamiento subterráneo de las Torres Gemelas del complejo World Trade Center mató a seis personas e hirió a más de un millar. Con todo, un pálido remedo de lo que habría de suceder ocho años y medio después en el mismo lugar, pero entonces se consideró un atentado sin precedentes contra la seguridad interior de Estados Unidos.

El FBI detuvo y llevó a la justicia a los ejecutores materiales y al presunto instructor del atentado, el jeque ciego de origen egipcio Omar Abdel Rahman, un predicador habitual en una mezquita de Nueva Jersey y considerado el líder espiritual de Al Jama’a Al Islamiyya (Asamblea Islámica), entonces enzarzada en un sangriento desafío terrorista contra el Estado egipcio. Los acusados, de comprobadas credenciales integristas, fueron condenados a cadena perpetua, pero nunca llegó a establecerse la identidad de los que encargaron o patrocinaron la acción terrorista. Con posterioridad a los hechos se especuló insistentemente con la conexión de Al Qaeda, que, como mínimo, habría financiado la operación.

Las agencias de seguridad e inteligencia de Estados Unidos pusieron al umbrío pero ubicuo activista saudí en su agenda negra, y la CIA emprendió un dossier en julio de 1993. A bin Laden se le atribuyó también una intervención indirecta en el derribo de dos helicópteros y la muerte de una docena de soldados de la Armada de Estados Unidos el 4 de octubre de 1993 en Mogadiscio, en el curso de la intervención militar en Somalia para hacer llegar alimentos en medio de la guerra civil, a manos de los milicianos del señor de la guerra Muhammad Farah Aydid. Se sospecha que misiles Stinger tierra-aire (otra secuela indeseada del armamento masivo de los mujahidín afganos por Estados Unidos) aportados por Al Qaeda fueron empleados contra los helicópteros.

El traumático revés en Somalia adelantó la evacuación del contingente expedicionario norteamericano y determinó la posterior reluctancia de la administración Clinton a intervenir en escenarios de crisis considerados peligrosos, sobre todo en África.

El 9 de abril de 1994 el Gobierno de Riad, tras enzarzarse en un cruce de descalificaciones con bin Laden que saltó a los medios de comunicación del reino, le arrojó al oprobio de los renegados retirándole la nacionalidad saudí e interviniendo sus cuentas bancarias. Bin Laden se convirtió en un apátrida, pero ésto no pareció importarle gran cosa, toda vez que consideraba a la casa de Sa’ud traidora, apóstata y merecedora de ser removida del poder en aras de una república verdaderamente islámica.

Para entonces, el disconforme también había roto vínculos con muchos de sus numerosos parientes. Una treintena de hermanos formaba parte del consejo de administración del holding familiar, siendo los más prominentes Bakr, Hassan, Islam y Yahya. Bakr, segundo hijo de Mohammad bin Laden y como el difunto Salem mayor que Osama, asumió las riendas del imperio empresarial, por lo demás perfectamente legal.

Llegado aquel punto de no retorno, la escalada terrorista de Al Qaeda para cumplir la orden de bin Laden de asesinar a todo militar estadounidense en cualquier lugar del mundo, y de paso castigar el proamericanismo saudí, estaba servida. El 13 de noviembre de 1995 un coche bomba estalló frente la sede en Riad de los consejeros militares destacados en la Guardia Nacional saudí y mató a siete personas, cinco de ellas estadounidenses, y el 25 de junio de 1996 un segundo atentado, el estallido de un camión cisterna cargado con más de una tonelada de dinamita junto al edificio Al Jobar de Dhahrán que servía de alojamiento de tropas, causó 19 muertos, todos estadounidenses, y 300 heridos.

El régimen saudí reaccionó a estas desestabilizaciones, que le pusieron en un desagradable compromiso ante los protectores norteamericanos, con arrestos masivos de islamistas y con ejecuciones de los sospechosos que fueron hallados culpables, y no tuvo dudas de la autoría de bin Laden, quien se cobró los réditos de su predicamento entre los ulema y jeques más críticos con las políticas internas y la diplomacia del rey Fahd y sus hermanos dirigentes.

En Estados Unidos, Clinton firmó la nueva ley antiterrorista, que facultaba la interceptación de las cuentas bancarias de personas y organizaciones sospechosas de terrorismo. El primer objetivo de esta disposición fue el multimillonario saudí, y en agosto un gran jurado federal de Nueva York comenzó una investigación criminal del sospechoso.

6. Refuerzo del desafío terrorista al socaire de los talibán
Semanas antes del atentado de Dhahrán, bin Laden abandonó Sudán por las presiones de Bashir, inquieto porque se relacionara a su régimen con el patrocinio de tramas terroristas islámicas que estaban generando tensión en toda la zona. Ciertamente, Washington y El Cairo acusaron a Jartum de estar tras el magnicidio frustrado contra el presidente Hosni Mubarak en Addis Abeba el 27 de junio de 1995. Pero también dirigieron sus requisitorias contra el omnipresente bin Laden, al que empezó a achacársele, algunas veces con indicios convincentes y otras ves no tanto, la inspiración o titularidad de cualquier movimiento fáctico o agresión contra intereses de Estados Unidos y sus aliados árabes.

Dicho sea de paso, en opinión del periodista pakistaní Ahmed Rashid, autor de un completo ensayo sobre los talibán, resulta difícil averiguar si la dadivosa escarcela de bin Laden ha estado detrás de todos los ataques con los que se le vincula desde 1992, pero resulta bastante plausible que conozca a sus autores, bien porque fueron compañeros de armas, bien porque han pasado por sus redes de entrenamiento y beneficencia.

Aunque resuelto a implantar en Sudán la sharía sin cortapisas, el régimen dual de Bashir y Tourabi deseaba sacudirse el estigma de promotor del terrorismo; así, en agosto de 1994 no había tenido ambages en arrestar y entregar a Francia en 24 horas y sin procedimiento de extradición al sanguinario terrorista internacional Ilich Ramírez Sánchez, alias Carlos o Chacal, escurridizo asesino profesional que había prestado sus servicios a los radicales de izquierda palestinos entre 1972 y 1984. Indudablemente, el episodio no pasó desapercibido para el último aspirante a azote del mundo occidental.

Poco antes de su segundo desalojo, bin Laden pudo haber sido víctima de un atentado organizado por el Mossad israelí, según informa el escritor Simon Reeve en su libro The New Jackals, del que salió con heridas de consideración que le fueron curadas en un hospital privado de Londres al que ingresó con identidad falsa.

El caso es que en agosto de 1996 bin Laden, a bordo de un avión Hércules C-130 fletado exclusivamente para él, regresó a Afganistán, que desde la caída del régimen de Najibullah en 1992 era un caótico campo de batalla y de saqueo en el que comandantes mujahidín y caudillos tribales dirimían sus disputas por el control de Kabul y otras plazas fuertes. Según uno de sus biógrafos más conocidos, el escritor francés Roland Jacquard, este segundo traslado le costó a bin Laden más de 150 millones de dólares, la quinta parte de su fortuna personal.

Acompañado de un nutrido séquito de familiares, colaboradores de su círculo íntimo y afganos levantó sus reales en Jalalabad, entonces en manos del Gobierno internacionalmente reconocido del presidente Burhanuddin Rabbani y de su jefe militar, el célebre comandante Ahmad Shah Masud, líderes de la facción tadzhika Jamiat-e-Islami (Asociación Islámica) y que poco después se iban a convertir en sus mortales enemigos.

Las turbulentas facciones norteñas, además de combatirse entre sí, llevaban dos años sufriendo las acometidas desde las provincias sureñas de mayoría pashtún de un actor nuevo del conflicto, los talibán. Este movimiento, a la vez fundamentalista religioso y militar y de base étnica casi exclusivamente pashtún, surgió en las madrasas (talib significa estudiante) que difundían la doctrina sunní deobandi y en los campos de refugiados en las provincias pakistaníes de Beluchistán y la Frontera del Noroeste.

Tributario ideológico (pero también económico) del wahhabismo saudí y, en opinión de algunos autores, en esencia una creación del ISI, la revolución talibán, con su prédica ultrarrigorista contra la corrupción, la arbitrariedad y la secularización de las costumbres, irrumpió en Afganistán y no tardó en cosechar éxitos en el campo de batalla y en captar adhesiones entre una población hastiada de las exacciones y escaramuzas interminables de los señores de la guerra.

El 23 de agosto de 1996 el disidente saudí emitió desde su escondrijo una declaración de jihad que se resumía en lo siguiente: «Mensaje de Osama bin Laden a los hermanos musulmanes de todo el mundo y en especial de la península arábiga: haced la jihad contra los americanos que ocupan el suelo de las dos mezquitas sagradas, expulsad a los herejes de la península arábiga».

El 26 de septiembre de 1996 las fuerzas talibán conquistaron la capital afgana, pusieron en fuga al Gobierno de Rabbani, ahorcaron públicamente al ex presidente Najibullah y sentaron los cimientos de un Estado teocrático que el 26 de octubre de 1997 adoptó el nombre de Emirato Islámico de Afganistán. El terrorista exiliado podía considerarse afortunado: los talibán no sólo eran sus aliados naturales, compartiendo un odio indeclinable hacia toda modernidad o importación cultural de Occidente y una visión salafista de la fe, sino que le brindaron un trato especial de huésped, conscientes de que la relación iba a reportar beneficios mutuos.

Las fuentes señalan que bin Laden, provisto de sofisticados y carísimos sistemas de comunicación, primero mudó su residencia a un recinto rupestre en una montaña cercana a Jalalabad, y definitivamente, en abril de 1997, a una gran mansión en Kandahar, al sudoeste del país, no muy lejos de la ciudad beluchistaní de Quetta. Sin embargo, disponía de otras residencias más o menos secretas y listas para ser ocupadas en caso de repliegue táctico, diseminadas entre las provincias de Kandahar y Nangarhar.

Con el visto bueno de los talibán levantó nuevos campos de entrenamiento de terroristas en el territorio que aquellos controlaban (ya más del 80% de Afganistán, pero intentado aplastar definitivamente a los restos del Jamiat-e-Islami, que se habían unido para la ocasión con otras milicias tribales en un Frente Unido o Alianza del Norte, asistida por Rusia, Irán, Tadzhikistán y Uzbekistán, y que resistía en sus bastiones septentrionales) y se dotó de una guardia de corps seleccionada de entre sus hombres más fogueados en combate que dio en denominar Mujahidín Jalq (Combatientes Sagrados del Pueblo). Bin Laden pagó a sus protectores construyéndoles residencias a prueba de ataques, búnkeres subterráneos y otras edificaciones para uso militar, así como proporcionando adiestramiento especial a elementos del ejército talibán.

Más aún, bin Laden trabó en Kandahar una relación a todas luces muy estrecha con el mullah Mohammad Omar Akhund, líder espiritual (que es como decir político, en un régimen sin jerarquías institucionales, sin estructura partidista, sin un gobierno al uso y carente de cuerpo diplomático, toda vez que sólo Arabia Saudí, Pakistán y los Emiratos Árabes Unidos le tendieron reconocimiento) del movimiento talibán. A falta de un jefe de Estado, a Omar se le atribuía la dirección suprema del país de hecho desde que se invistiera del manto de Emir o Príncipe de los Creyentes.

En las sucintas reseñas biográficas divulgadas consta que Omar, descrito como un visionario recalcitrante pero sin conocimientos especiales de la ley islámica, fue uno de los mujahidín surgidos en los años ochenta de las madrasas del norte de Pakistán y de los centros de adiestramiento de bin Laden.

7. El envite de los atentados contra las embajadas en África
Con semejantes cobertura y facilidades, bin Laden planificó sus siguientes golpes contra Estados Unidos, que tras el atentado de Dhahrán le puso en el punto de mira de los criminales más buscados. En mayo de 1997 concedió una entrevista a la cadena CNN y en ella expuso una serie de fundamentos religiosos, culturales y hasta económicos para su declaración de jihad contra los estadounidenses, que de momento siguió circunscrita a las tropas desplegadas en su país de origen.

Sin asumir los atentados que se le imputaban, pero congratulándose por ellos y vinculándolos a sus «advertencias» a Estados Unidos, amenazó a lo que él denominó la «alianza cruzado-sionista» concebida para ocupar militarmente los Santos Lugares del Islam en La Meca (la Gran Mezquita, que custodia la Ka’aba) y Jerusalén (las mezquitas de Omar y Al Aqsa).

Las invectivas fueron no menos feroces contra la dinastía saudí, para él responsable de un acaparamiento patrimonialista y desleal de los principales negocios e inversiones del reino, en detrimento de los grandes comerciantes, pero la «traición» de los Sa’ud al estandarte verde del credo mahometano (shahada) y la espada la remontó hasta el fundador del reino, Abdulaziz.

Existe evidencia de que el 23 de febrero de 1998 bin Laden organizó una cumbre de grupos integristas, calificada por comentaristas occidentales de verdadera «internacional terrorista», en la base de Jost a la que asistieron, entre otros, la Asamblea Islámica y la Jihad Islámica egipcias y el muy extremista Movimiento de los Mujahidín (Harakat ul-Mujahidin, HuM) de Pakistán, organización paramilitar que en 1997 cambió su nombre de Movimiento de los Partidarios (Harakat ul-Ansar, HuA) para desviar la calificación de terrorista por Estados Unidos.

Bajo la etiqueta, pergeñada para la ocasión, de «Frente Islámico Internacional para la Jihad contra los Judíos y los Cruzados», los concurrentes emitieron un llamamiento para «matar a norteamericanos y sus aliados, civiles y militares», como «deber individual de todo musulmán» (fardayn), hasta conseguir la «liberación» de los Santos Lugares. Atrás quedaron las conjeturas, alimentadas por sus declaraciones, sobre si lo que libraba bin Laden era, fundamentalmente, una guerra cultural, contra la «influencia corruptora» de Occidente, y no contra las personas.

Para el réprobo saudí, los nuevos cruzados y sus aliados judíos habían «declarado la guerra a Dios y a su Profeta», y, por ende, «a los musulmanes de todas partes». A ello sólo podía oponerse la comunidad de creyentes en pleno, la umma, cuya fuerza calificó de «bomba nuclear del Islam». En febrero de 1998 se empleó el término fatwa, o sentencia basada en los Textos Sagrados, para referirse a este llamado, aunque bin Laden, puesto que no es un alim (singular de ulema), en puridad no puede recurrir a esta legitimación jurídica, a menos, claro está, que un verdadero alim lo haga por él.

En el cónclave de Jost tuvo un papel relevante el líder de la Jihad Islámica egipcia, Aymán al-Zawahiri, que selló así su alianza con bin Laden (la cual no fue aceptada por algunos miembros de su organización, que la vieron como una distracción del objetivo de derrocar al gobierno egipcio e instaurar un Estado teocrático, produciéndose la escisión). Otro viejo conocido de la lucha contra los soviéticos después de pasar por las cárceles de su país en conexión con el magnicidio de Sadat, Zawahiri reforzó el componente egipcio de Al Qaeda -en cuya creación en 1988 jugó, al parecer, un papel fundamental-, y ya venía siendo desde hacía años la mano derecha de bin Laden, actuando como referente intelectual y principal ideólogo de la organización.

Para la administración Clinton el ya conocido como el banquero del terrorismo islámico se convirtió en una verdadera obsesión a partir de los brutales atentados simultáneos con bomba del 7 de agosto de 1998, en el aniversario de la llegada de las primeras tropas estadounidenses a Arabia Saudí en 1990, contra sus embajadas en Nairobi y Dar es Salam, capitales de Kenya y Tanzania respectivamente, que provocaron un total de 224 muertos, doce de ellos de nacionalidad estadounidense, y más de 4.000 heridos. Un desconocido Ejército Islámico de Liberación de los Santos Lugares reivindicó las acciones, condenadas por el Consejo de Seguridad de la ONU en una resolución expresa, pero la creencia general es que tras la sigla se camuflaban los hombres de bin Laden y Zawahiri.

El departamento de Estado acusó ya sin ambages y públicamente al saudí de ser el responsable de la masacre, sin parangón desde los ataques a la embajada y el cuerpo expedicionario de marines en Líbano en 1983, y advirtió que se le daría caza allá donde se hallara; ahora bien, hay constancia de planes e intentos de liquidación física, mediante operaciones encubiertas, ya desde 1996.

Precisamente, el descubrimiento por bin Laden a comienzos de 1997 de que la que CIA tenía infiltrado un comando en Peshawar listo para matarle, habría motivado su traslado preventivo a los más seguros confines de Kandahar. Fuentes periodísticas pakistaníes citan un intento de asesinato fallido el 19 de marzo de 1997, cuando una explosión destruyó en Jalalabad un cuartel de policía y mató a varias decenas de personas.

La amenaza de Estados Unidos se hizo extensible a cualquier país que proporcionara refugio o tolerara en su territorio las actividades subversivas del hombre más buscado, y Afganistán y Sudán encabezaron esa lista negra. El 20 de agosto de 1998 buques de guerra en el océano Índico lanzaron misiles de crucero contra presuntos objetivos terroristas cerca de Jartum y de Jost, donde se sospechaba que estaba entonces bin Laden, provocando una treintena de muertos.

Clinton precisó que los bombardeos de la Operación Infinite Reach no constituían «un acto de represalia», sino «un contraataque en defensa propia», pero el castigo resultó poco convincente: las airadas autoridades sudanesas informaron que la destruida planta química de ash-Shifa producía fármacos para uso civil y no componentes para armas químicas, extremo que fue confirmado por la ONU, que había subcontratado la fábrica para producir medicinas destinadas a Irak.

Los daños que hubieran podido sufrir sus campos de entrenamiento de Zhawar Kili al-Badr en el área de Jost no dañó la estructura de Al Qaeda, y desde luego no arredró a su fanático jefe, que sumó fama y apoyos entre los sectores fundamentalistas sunníes con estas acciones. El 13 de septiembre los talibán informaron que a bin Laden se le había prohibido hacer más declaraciones públicas, pero el anuncio, que pareció sobre todo un intento de excusar ulteriores represalias de Estados Unidos, no convenció.

Igual credibilidad mereció la información de la Agencia de Prensa Islámica en julio de 1999 de que el problemático asilado había decidido buscar refugio en otro país por temor a nuevos ataques. Estos equívocos posicionamientos sugerían, en opinión de algunos especialistas, que tras la agresión de agosto y por breve tiempo la cúpula talibán sopesó la posibilidad de, alguna manera, sacar a bin Laden del país a cambio del reconocimiento diplomático de Estados Unidos, si bien los contactos a tal fin no prosperaron.

8. Fugitivo internacional y huésped de lujo
El 4 de noviembre de 1998 la justicia federal estadounidense, a través de la oficina del fiscal general de Manhattan, asumió las conclusiones del gran jurado e inculpó formalmente a bin Laden, a su lugarteniente Mohammad Atef -un ex policía egipcio descrito por los expertos como el estratega militar de Al Qaeda- y a otros miembros de la organización del asesinato de al menos 224 civiles en las embajadas de Nairobi y Dar es Salam. Zawahiri, sobre el que desde abril de 1999 pasó a pender una condena a muerte in absentia en su país por el intento de asesinato de Mubarak en 1995 y por la masacre de turistas en Luxor (noviembre de 1997), fue a su vez encausado por el fiscal neoyorkino en junio siguiente.

El pliego de cargos por conspiración criminal contra ciudadanos de Estados Unidos incluía además los atentados de Arabia Saudí, los ataques de Somalia y una serie de acciones de encubrimiento de actividades delictivas de Al Qaeda, como el movimiento de dinero a través de empresas fantasmas, el uso de documentos de identidad y pasaportes falsos, y el envío de correspondencia cifrada.

Las actividades subversivas denunciadas consistían en la administración de campos de entrenamiento en el extranjero, el reclutamiento de activistas en Estados Unidos (muchos con cualificación técnica y científica) y la compraventa de armas y explosivos. La acusación subrayaba la correspondencia entre las acciones terroristas desde 1993, las fatwas de bin Laden y su red de instrucción paramilitar. El FBI le elevó al primer lugar en su lista de delincuentes más buscados y ofreció una recompensa de cinco millones de dólares, la mayor en la historia de la agencia, a quien aportara información tendente a su arresto, y el Departamento de Estado puso en marcha la solicitud de extradición a Afganistán.

Pero días después el Tribunal Supremo talibán replicó que no tenía constancia de esas imputaciones de terrorismo, que no existía un tratado bilateral de extradición y que bin Laden seguiría recibiendo la consideración de huésped, si bien aceptó hacer su propia investigación. El 20 de noviembre esta instancia judicial concluyó que el saudí era un «hombre sin mentira» y declaró zanjada la polémica: bin Laden era libre para marchar o para quedarse en el país todo el tiempo que quisiera y su única restricción afectaba al desarrollo de actividades políticas o militares.

Ahora bien, en diciembre de 1998 el personaje reconoció implícitamente ser el instigador de los ataques en África (si bien zanjando que sobre su autoría «sólo Dios conoce la verdad») en sendas entrevistas concedidas a la cadena ABCNews y a las revistas Time y Newsweek. El nuevo espaldarazo de sus anfitriones intensificó, en opinión de algunos expertos en la cuestión, los vínculos de confianza entre bin Laden y los talibán, hasta tomar forma un régimen simbiótico en el que tanto da decir que el primero se integró en la cúpula de los segundos, como que los actos políticos de éstos empezaron a pivotar en torno a aquel.

Así, se asegura que bin Laden indujo al mullah Omar a elaborar una política exterior, que al principio no era especialmente antagónica a Estados Unidos, más acorde con la jihad que él sustentaba y a hacer lecturas panislamistas agresivas, rayanas en el orgullo chovinista, de la revolución talibán como modelo trasladable a la umma, no faltando en esta persuasión la adulación y la presentación de sí mismo como un devoto más del Emir de los Creyentes. Resulta verosímil que Pakistán jugó un papel clave en el acercamiento de los árabes-afganos y los talibán, ya que deseaba preservar los campos de Al Qaeda en los que se entrenaban militantes islamistas para combatir en la Cachemira india.

Igualmente, se supone que bin Laden ha desempeñado un rol muy importante en la decisión del régimen, que causó un escándalo internacional, de volar con explosivos en marzo de 2001 las antiguas estatuas de Buda en Bamiyán, colosales monumentos que databan de los siglos III y IV d. C., haciendo una lectura literal de la prohibición coránica de cualquier representación iconográfica susceptible de fomentar la idolatría. Asimismo, se sospecha su intervención en las trabas definitivas puestas a las actividades de las agencias humanitarias y a los periodistas occidentales, así como en el prevalecimiento de una línea de guerra sin cuartel contra el Frente Unido.

Conocedores de la realidad afgana han asegurado que al menos desde 1998 bin Laden ha estado implicado en la estrategia militar de los talibán, ha financiado las necesidades logísticas de sus fuerzas y ha enviado a numerosos voluntarios extranjeros, tenidos por una tropa especialmente ideologizada y tenaz, a combatir a la Alanza del Norte. Además, habría establecido con los talibán empresas de participación conjunta, dedicadas a actividades como el contrabando de bienes de consumo entre el emirato de Dubai y Pakistán, y el tráfico de drogas.

Luego de la catástrofe terrorista de 2001 se reveló que el vínculo entre bin Laden y Omar iba más allá de la mera amistad o la política, ya que desde fecha reciente eran nada menos que consuegros: según estas informaciones, la quinta esposa de Osama sería una hija de Omar, y éste habría tomado en matrimonio a la hija mayor de aquel. En suma, todo apunta a que desde antes del 11 de septiembre bin Laden no sólo ha sido un invitado privilegiado, sino que ha ejercido un poderoso influjo en el régimen afgano, a pesar de las complicaciones internacionales que tal connivencia pudiera acarrear a este último.

En febrero de 1999 expiró el ultimátum dado a Afganistán por Estados Unidos y el 6 de julio Clinton firmó la orden ejecutiva que imponía un régimen unilateral de sanciones comerciales y financieras para obligarle a acatar sus requerimientos de extradición. Se llegó así a un punto sin vuelta atrás en las tormentosas relaciones bilaterales, que hasta hacía poco no habían estado exentas de cierta ambigüedad.

Así, en 1996 Washington pareció no acoger con mayor prevención el triunfo de los talibán porque creía que podían servir para contener eficazmente a Irán; más aún, se ha apuntado que aquellos fueron receptivos al proyecto, abandonado definitivamente tras los bombardeos de 1998 por la presión del Departamento de Estado, de un consorcio occidental de empresas encabezado por la estadounidense Unocal para construir a través del inhóspito país un gasoducto que diera salida a los hidrocarburos de Turkmenistán al océano Índico con terminal de embarque en Pakistán. Con la debida perspectiva, puede interpretarse que la cuestión de bin Laden contribuyó a dar al traste con unos contactos que habrían aparejado grandes beneficios económicos a los talibán, y quizá hasta el deseado reconocimiento diplomático.

El Gobierno Clinton se propuso legitimar la caza y captura de bin Laden con un instrumento de Naciones Unidas, y el 15 de octubre de 1999 el Consejo de Seguridad de la organización, que ya había condenado los atentados de las embajadas y las matanzas perpetradas por los talibán contra población civil hazara (de religión shií) y de diplomáticos iraníes tras la toma de Mazar-e-Sharif, justo el día siguiente de los sucesos de Nairobi y Dar es Salam, decretó por la resolución 1267 un embargo aéreo internacional y la confiscación de los haberes financieros del régimen, sanciones que entraron en vigor el 14 de noviembre.

El mandato de la ONU no tenía precedentes, pues por primera vez se castigaba a un Estado miembro (aunque representado por el régimen depuesto en 1996) por no entregar a un sospechoso de terrorismo ante la justicia de otro Estado miembro que le reclamaba, y lo que fue más llamativo, nombraba expresamente al personaje, un aspecto, dicho sea de paso, que apenas fue recordado por los medios tras las catástrofes de Nueva York y Washington.

La resolución condenaba enérgicamente a los talibán por las violaciones de los Derechos Humanos, particularmente las groseras discriminaciones de las mujeres, y el derecho humanitario internacional, así como por brindar «refugio seguro» a bin Laden y permitir a su organización levantar una red de campos de entrenamiento de terroristas. Ante el incumplimiento de sus exigencias por Afganistán, el Consejo de Seguridad impuso el embargo de armas en una segunda resolución el 19 de diciembre de 2000.

9. Dos años de sigilo como prolegómeno a la tormenta
Tras el bombardeo de Jost por Estados Unidos, bin Laden extremó las medidas de seguridad, limitó sus comunicaciones telefónicas vía satélite, pasó a hacer un uso astuto de internet con el correo electrónico y los canales de chat (por lo demás, productos genuinos de la tecnología occidental que instrumenta sin prejuicios culturales y que aparentemente no le entraña contradicción con el rechazo a los valores laicos y democráticos de esas mismas sociedades occidentales) y, luego de las entrevistas a ABCNews y Newsweek, interrumpió también las divulgaciones propagandísticas. A mediados de febrero de 1999 los talibán informaron que su protegido se encontraba en «paradero desconocido».

Ahora bien, Al Qaeda no suspendió sus actividades. En febrero de 1999 la CIA aseguró haber desbaratado ataques terroristas contra instalaciones norteamericanas en lugares tan distantes entre sí como Arabia Saudí, Albania, Azerbaidzhán, Tadzhikistán, Uganda, Uruguay y Côte d’Ivoire, tras interceptar comunicaciones entre el centro y las células de activistas.

Obviamente, algo falló en este inmenso andamiaje de rastreo electrónico, pues el 12 de octubre de 2000 el destructor USS Cole, atracado en el puerto yemení de Adén, fue torpedeado con una carga explosiva teledirigida, muriendo 17 marineros. Resultaba indudable la participación de elementos islamistas locales, y de alta cualificación, en el audaz atentado, aunque los servicios de inteligencia estadounidenses e investigadores de la red de bin Laden como Roland Jacquard apuntaron con muy poco margen de duda a Al Qaeda.

A esas alturas, los aliados, socios y conexiones de bin Laden sumaban un número impresionante de grupos radicales, entre los que se citan: por Egipto, la Asamblea y la Jihad islámicas; por Argelia, el Grupo Islámico Armado (GIA) y el Grupo Salafista de la Predicación y el Combate (GSPC, del que se ha asegurado que fue una creación específica de bin Laden, que habría considerado al más potente GIA «poco agresivo» en su embestida exterminadora contra el Estado y el pueblo argelinos, y de paso para introducir en el país magrebí la ideología salafista); por Palestina, el Movimiento Hamás de Resistencia Islámica y la Jihad Islámica; por Líbano, el Hezbollah (Partido de Dios), de base shií y como los dos anteriores dedicado a combatir a Israel; por Turquía, el Hezbollah kurdo y el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK).

Por Pakistán, el ya citado HuM y el Ejército del Profeta (Jaish-e-Mohammed, JM), que guerrean por la anexión a su país de la Cachemira india y que a su vez mantienen vínculos muy estrechos con los partidos políticos protalibán Asociación de Ulema Islámicos (Jamiat Ulema-e-Islam, JUI), liderado por el maulana Fazal ur-Rehman, y Guardianes de los Compañeros del Profeta en Pakistán (Sipah-e-Shahaba Pakistan, SSP), escindido del anterior en 1985. Y por Bangladesh, el Movimiento de Jihad Islámica (Harkat ul-Jihad-al-Islami, HuJ), que según parece surgió en 1992 con el patrocinio exclusivo de bin Laden.

En opinión de los analistas, la mano negra de Al Qaeda ha operado en Filipinas, tras los grupos separatistas musulmanes Abú Sayyaf, en las islas de Joló y Basilan (se ha informado que el fundador de esta banda, Mohammad Jamal Khalifa, es de hecho cuñado de bin Laden en tanto que hermano de su esposa filipina), y, en menor medida, Frente Islámico Moro de Liberación, con base en Mindanao, así como en la desintegrada Somalia, a través del grupo islamista Al Ittihad Al Islami.

Sus andanzas se han querido ver también en Chechenia, sobre todo a raíz de la reanudación en septiembre de 1999 de la campaña militar rusa, desencadenada por la penetración en Daguestán desde la república independentista de partidas terroristas mandadas los comandantes chechenos Shamil Basáyev y Omar ibn al-Khattab (éste, un jordano veterano de Afganistan y presunto paladín de la introducción del salafismo-jihaidismo en la región). Y en Uzbekistán, a través del Movimiento Islámico Uzbeko liderado por Djuma Namangani y levantado en armas contra el régimen autoritario y ferozmente laico de Islam Karímov,

Las desestabilizaciones islamistas en la Comunidad de Estados Independientes (CEI) alarmaron a los estados ex soviéticos, proclives a señalar instigadores extranjeros de sus sediciones, así que los rusos patrocinaron de buena gana el embargo de armas a los talibán. El binomio bin Laden-Zawahiri pasó igualmente a encabezar las listas de acusados de promover actividades sediciosas en El Cairo, Argel, Sanaa, Trípoli o Nouakchott.

En el cambio de siglo, Al Qaeda podría tener 5.000 guerrilleros y terroristas organizados como «células de durmientes» inteligentemente organizadas, de manera que la detención de uno de sus miembros no precipite la detención del resto, o -lo que es aún más difícil- el desmantelamiento de otras células. Al influjo de bin Laden no escapaba virtualmente ningún movimiento de oposición violenta y de signo más o menos islamista, aunque esta formidable naturaleza tentacular de Al Qaeda en Magreb, Oriente Próximo, África Oriental, Asia Central, Sudeste Asiático y la misma Europa Occidental le hipotecó al mismo tiempo el apoyo de cualquiera de los gobiernos afectados por dichas subversiones.

El 10 de enero de 2001 bin Laden reapareció en público en Kandahar con motivo de la boda de uno de sus hijos, Mohammad, con la hija de Mohammad Atef. Los esponsales, en opinión de periodistas especializados, sellaron al modo tribal la alianza entre los saudíes y los egipcios de Al Qaeda. De prestar crédito a un presunto jefe de una red islamista en Francia que en octubre de 2001 relató ante la justicia de ese país su experiencia en Al Qaeda, en mayo de 2001 la organización de bin Laden formalizó con los talibán lo que ya venía sucediendo de hecho: la conversión en parte integrante de sus estructuras, tanto políticas como militares.

El pacto se supone que incluyó la transferencia a Al Qaeda de todos los campos de entrenamiento de voluntarios extranjeros existentes en Afganistán, siendo conminados los mantenidos por argelinos, yemenís y libios, así como los que antaño administró el Hezb-e-Islami de Hekmatyar, a seguir el ejemplo de los egipcios y someter sus facilidades a bin Laden.

En diciembre de 2000, en vísperas de las celebraciones del nuevo milenio en Nueva York y Washington, el FBI y la CIA advirtieron que bin Laden podría estar maquinando una sangrienta operación en suelo norteamericano. Se incrementaron las medidas de seguridad y se detuvo a sospechosos de pertenecer a Al Qaeda. En agosto de 2001 el propio bin Laden avisó en unas declaraciones al diario editado en Londres Al Quds Al Arabi de la inminencia de un ataque «muy, muy grande, sin precedentes» contra Estados Unidos.

Las agencias de seguridad de la superpotencia estaban advertidas, según se insistió con posterioridad a los hechos, de que algo se preparaba, pero lo súbito y la magnitud de la catástrofe terrorista del martes, 11 de septiembre de 2001 sobrepasaron cualquier figuración, sumiendo en la estupefacción y el horror al mundo entero.

10. El ataque que inauguró el terrorismo global de masas
Poco antes de las 9 de la mañana, hora local, un Boeing 767 de la compañía American Airlines que hacía la ruta Boston-Los Ángeles se empotró contra una de las Torres Gemelas, los cuartos rascacielos más altos del mundo, del World Trade Center de Nueva York, abriendo un enorme boquete y causando un incendio incontrolable. Minutos después, un segundo aparato de iguales características y plan de vuelo perteneciente a la United Airlines impactó en la segunda torre, eliminando la posibilidad de que aquello pudiera tratarse de un siniestro involuntario.

Una hora después del primer ataque y mientras toda la atención se centraba en Nueva York, un B-757 de American Airlines recién despegado del próximo aeropuerto de Dulles camino de Los Ángeles se estrelló sobre el Pentágono, sede del Departamento de Defensa, junto a Washington, derruyendo un ala del edificio.

Entre rumores de más ataques contra la Casa Blanca (desocupada por el presidente George Bush, que se encontraba en Florida) y el Capitolio, evacuados al igual que la sede de la ONU en Nueva York y otros edificios significativos, y mientras el Pentágono era pasto de las llamas, las Torres Gemelas se desplomaron ante la mirada atónita de millones de telespectadores, con unos minutos de diferencia entre sí, aparentemente al no resistir sus estructuras el calor generado por los incendios, haciendo de Manhattan un escenario apocalíptico.

La mañana de caos y pánico trajo un nuevo sobresalto con la noticia de la caída de un cuarto aparato, un B-757 de United Airlines con ruta Newark-San Francisco, en un campo del estado de Pennsylvania, no lejos de Pittsburgh. Con toda seguridad, este avión de pasajeros, como los anteriores, según se supo después, secuestrado con todo su pasaje y tripulación por un comando de hombres armados con cuchillos y dispuestos a inmolarse en la convicción de lo sagrado de su misión, tenía como objetivo otro símbolo del poder americano, apuntándose como más probables la residencia presidencial en Camp David, la Casa Blanca o el Capitolio, sede del Congreso. La retransmisión en directo por las televisiones de todo el mundo de la cadena de catástrofes multiplicó la fuerza del impacto emocional sobre la opinión pública.

La secuencia de reacciones que siguió expresó la gravedad extrema de la situación, que derivó en crisis internacional: el mismo día 11 se declaró el estado de emergencia en Nueva York y Washington, se cerraron las fronteras terrestres con México y Canadá y se clausuró el espacio aéreo nacional a todos los vuelos civiles; con carácter temporal también, puntos turísticos, centros comerciales, universidades y edificios públicos fueron evacuados a lo largo y ancho del país, y los eventos deportivos cancelados; buques de guerra, incluidos dos portaaviones, se apostaron en la costa este para prevenir nuevos ataques que, visto el panorama, podían venir de donde menos se esperara, y todas las unidades militares de Estados Unidos fueron puestas en estado de máxima alerta.

En el resto del mundo, multitud de gobiernos se declararon solidarios con el norteamericano y, en especial los europeos, adoptaron medidas de excepción como la reunión de gabinetes de crisis, el refuerzo de las fronteras y dispositivos especiales de vigilancia en embajadas y aeropuertos; Rusia puso en estado de alerta a sus tropas, en especial las destacadas en Tadzhikistán; el Consejo Atlántico de la OTAN invocó, por primera vez en su historia, la activación de la defensa colectiva en caso de necesidad por entender que un Estado aliado había sido objeto de una agresión exterior pese a partir de su suelo; y el Consejo de Seguridad de la ONU se sumó a la execración universal con una resolución específica.

Estados Unidos quedó paralizado y sumido en una psicosis bélica de la que se hizo eco Bush con su alocución a la nación al día siguiente en la que calificó los ataques de «acto de guerra» a manos de «un enemigo que se oculta entre las sombras y desprecia la vida humana», pero que «no podrá ocultarse siempre», e instó a la nación a prepararse para «una lucha monumental entre el bien y el mal».

Hasta pasadas dos semanas, una vez descartado que pudieran encontrarse más supervivientes entre los desaparecidos (la gran mayoría de los cuerpos se dieron por desintegrados entre la montaña de escombros), no pudo confeccionarse un balance aproximado y provisional de víctimas, que, si bien no alcanzó las previsiones más pavorosas, era aterrador: sólo los muertos pudieron superar los 5.000, contando los 266 ocupantes de los cuatro aviones, 125 trabajadores del Pentágono y 583 policías, bomberos y empleados de la autoridad portuaria de Nueva York que quedaron sepultados por las Torres Gemelas cuando atendían las labores de salvamento.

Entre los asesinados había cientos de ciudadanos de 62 países, según informó el secretario general de la ONU, Kofi Annan, y sólo víctimas británicas se cifraron hasta 300, dos terceras partes de ellas como desaparecidas. En Nueva York las labores de desescombro tropezaron con nuevos colapsos de edificios dañados en torno a la zona cero.

Este acto de macroterrorismo histórico, con su osadía kamikaze y su brutalidad sin límites, ha producido en la sociedad americana una conmoción sin igual desde el ataque japonés contra Pearl Harbor en 1941, que precipitó la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, aunque a todas luces le superó, pues aquel fue un raid aéreo en territorio de ultramar, en las islas Hawai (además de que se cobró la mitad de víctimas y que se dirigió contra un objetivo estrictamente militar), y éste tuvo por escenarios los puntos neurálgicos y los iconos identificativos del Estado continental.

Si se exceptúa la contienda civil de 1861-1865, hay que remontarse a la guerra de 1812-1814 con Gran Bretaña, cuando Washington sufrió grandes destrucciones, para encontrar otra agresión contra suelo norteamericano: en las guerras en que el país ha participado después la retaguardia doméstica siempre quedó indemne.

Las secuelas más a largo plazo de esta masacre espectacular, aparte de la tremenda ola de patriotismo desencadenada, sobre las convicciones más profundas de los estadounidenses (invulnerabilidad y bondad intrínseca de su país, visión abstraída y providencial de su posición en el mundo) y sobre toda una arquitectura de seguridad y de defensa nacionales están por calibrar, como lo están las implicaciones sobre el sistema de relaciones internacionales en su conjunto, las coyunturas económicas y las políticas internas de una gran mayoría de países, si bien no se habían extinguido los fuegos del World Trade Center y el Pentágono cuando ya se atisbaban cambios de enorme calado en todas las áreas referidas.

Pero tras el 11 de septiembre, el nombre del supervillano que estaba detrás de tanta calamidad y trastorno se aireó con insistencia casi de inmediato: Osama bin Laden, que habría estado obsesionado con abatir las Torres Gemelas, en su imaginario, los máximos minaretes simbólicos de la arrogancia occidental frente al poder de Dios, y como culpable de su cobertura, el régimen talibán afgano. Para el general de la opinión pública resultó difícil imaginar que el terrorista saudí fuera capaz de organizar operación semejante, ya que por mucho dinero y recursos humanos que dispusiera parecía necesario el concurso de fuerzas exteriores a Al Qaeda, seguramente los servicios de inteligencia de algún gobierno extranjero.

La elaboración de una estrategia de respuesta militar a los ataques también presentaba serios inconvenientes: el enemigo a batir no era convencional, no estaba identificado con certeza y ni mucho menos se le tenía localizado. Además, los autores de la devastación del 11 de septiembre sin duda se escudarían tras población civil inocente allá donde se encontraran.

Su misma menudencia frente a la maquinaria bélica de Estados Unidos y sus aliados, y su capacidad de infiltración en la retaguardia del enemigo, en el anonimato de sus sociedades civiles, eran sus mejores armas, todo lo cual hizo argumentar a algunos analistas si no serían más importantes para su derrota a largo plazo las labores de seguridad y espionaje, convenientemente reforzadas y coordinadas a nivel internacional, así como un sólido trabajo de relaciones diplomáticas.

La coalición global contra el terrorismo que Bush empezó a fraguar, con la participación directa o la cooperación, más o menos entusiastas, de los aliados occidentales, Rusia, China, India, Irán y los hasta entonces mentores de los talibán, Arabia Saudí y Pakistán, apunta en apariencia a ese enfoque integral y multilateral del fenómeno que Al Qaeda, con sus acciones imputadas, ha elevado sin lugar a dudas al primer nivel de amenazas globales.

Ahora bien, lecturas más de fondo advierten contra el peligro de una eternización de las vías puramente bélicas, en países sospechosos de albergar redes como Al Qaeda, porque podrían poner contra las cuerdas a regímenes conservadores musulmanes, de hecho confrontados con sus propias contradicciones, como Arabia Saudí y Pakistán, donde abundan las simpatías por bin Laden.

Sirvan de muestra las virulentas manifestaciones antiamericanas desencadenadas en el último país, que han colocado en una situación muy delicada al régimen del general Pervez Musharraf. A instancias del JUI, el SSP y otras organizaciones deobandis, la figura de bin Laden ha sido objeto de un culto a caballo entre la hagiografía del santo y el estrellato del héroe del celuloide desde mucho antes del 11 de septiembre.

Los conocedores profundos del Islam también han señalado que bin Laden es un formidable manipulador mediático, que sabe suplir la escasísima raigambre social de su organización con apelaciones directas, cargadas de simbología coránica plenas de significado para el musulmán devoto, a la emotividad y la movilización espontánea de las masas musulmanas. Proyectándose como un asceta perseguido que sólo pretende hacer justicia y combatir a los enemigos del Islam (comparándose, de hecho, punto por punto con el Profeta y la Hégira), el terrorista de masas ha pretendido acrecentar su carisma entre los fundamentalistas y otros fieles de la umma que no se tienen por tales.

Asimismo, se ha destacado el momento propicio para la caída en terreno abonado de los mensajes de odio de bin Laden, con la generalización de un sentimiento antinorteamericano a causa de la inhibición de la administración Bush con lo que sucede desde septiembre de 2000 en los territorios autónomos y ocupados por Israel, una degollina diaria en la que la mayoría de las víctimas son palestinas, y de la perpetuación de los bombardeos intermitentes y el mortífero embargo contra Irak.

Para todos estos agravios, en el pasado supeditados por bin Laden a la exigencia principal del final de la presencia estadounidense en la península arábiga, comenzó una etapa de denuncia más enfática para explotar el resentimiento y el descontento acumulados en las masas árabes, tras tantas décadas de atraso económico y de represión política en sus respectivos países.

Después de la matanza existían dudas razonables sobre el grado de autoría de bin Laden, más que nada porque no podía concebirse tal poder de destrucción en sus manos, pero el círculo de certidumbres se fue estrechando inexorablemente sobre el personaje con el transcurrir de los días. El FBI identificó pronto a los 19 individuos que secuestraron los aviones, y luego encaminó las investigaciones, que se auguraban francamente complicadas, para identificar y detener al resto de colaboradores de la operación, cuyo número se estimó en más de 50.

La mayoría de los suicidas tenían pasaportes de Arabia Saudí o de los Emiratos Árabes Unidos, y supuestamente estaban asociados a la red de bin Laden, quien, se recordó, ya se había jactado semanas atrás de un castigo nunca visto a la superpotencia americana. Estados Unidos y el Reino Unido demoraron su respuesta militar hasta consolidar un cierto consenso antiterrorista entre los países más concernidos por la crisis, lo que a su vez estaba ligado a la presentación de un dossier probatorio de la culpabilidad de bin Laden.

De momento, éste se apresuró, el 12 de septiembre, a negar que tuviera algo que ver con los ataques en una comunicación a un periódico pakistaní, y mientras Estados Unidos no tomó represalias reiteró que él sólo era un residente en Afganistán, recordando su conocida explicación de que había hecho un juramento de acatamiento al mullah Omar que le «impedía hacer tales cosas».

No obstante, celebró los hechos como una «una reacción legítima de los pueblos oprimidos contra el poderío americano». También aseguró disponer de «centenares de jóvenes dispuestos a morir», y aclaró que si bien no poseía armamento nuclear, sí contaba con el apoyo de decenas de químicos y biólogos musulmanes prestos a «emplear sus conocimientos contra los infieles».

El régimen talibán, por bocas de su embajador en Pakistán, el mullah Abdul Salam Zaif, y del portavoz del mullah Omar, Abdul Hai Mutmaen, condenó los ataques, pero se reafirmó en que no tenía evidencias, ni siquiera sospechas, de la relación de bin Laden con los mismos. De paso aseguró que el residente saudí permanecía «sin acceso a fax, teléfono o cualquier otro medio de comunicación».

Los talibán, que el día 15 se libraron de su peor enemigo interno, el comandante Masud, víctima de un atentado a todas luces por ellos ordenado (y del que quizá no fue ajeno bin Laden), emplazaron al Gobierno estadounidense a presentar pruebas irrefutables de su incriminación. Hasta entonces, sostenían, bin Laden era libre para quedarse o para marcharse, pero Estados Unidos no podría esperar una expulsión forzosa, pues atentaría contra las costumbres de hospitalidad afganas y contra sus convicciones religiosas.

El 13 de septiembre, el secretario de Estado Colin Powell confirmó indirectamente que bin Laden encabezaba la lista de sospechosos, y dos días después Bush, tras obtener del Congreso plenos poderes para hacer la guerra y una partida extraordinaria de 40.000 millones de dólares, apuntó ya explícitamente al saudí como el primer objetivo de una guerra global «ni breve ni fácil» contra el terrorismo que principiaría con una campaña militar «arrolladora, continuada y eficaz», a desarrollar presumiblemente en Afganistán. Desde Kandahar, el mullah Omar advirtió con llamar a la jihad de todo el mundo musulmán si su país era atacado, ya que, en su opinión, lo que se ventilaba no era meramente el destino de bin Laden. (Última actualización: 17 septiembre 2001) Nota: en la confección de esta biografía se han consultado en particular las siguientes fuentes informativas: agencias internacionales AP y Reuters, diario El País y cadenas ABCNews y CNN, así como las obras de autor: Au nom d’Oussama Ben Laden, copyright Roland Jacquard, Jean Piccolec éditeur, 2001; Osama bin Laden, la espada de Alá, copyright Eric Frattini, editorial La Esfera de los Libros, 2001); Jihad: Expansion et déclin de l’islamisme, copyright Gilles Kepel, Éditions Gallimard, 2000. 

11 respuestas

  1. […] la Casa Blanca, la CIA y el Pentágono, informaron que Osama bin Laden, el mítico jefe de la organización “terrorista” Al Qaeda,  había muerto hace ocho […]

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  2. […] tienen en común Adolf Hitler, Osama Bin Laden, Jack el Destripador o Darth Vader?. Sencillo, que son malos. No se les recuerda por ayudar a […]

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  3. […] anunciaba Obama que un equipo especial de los seals obedeciendo una orden suya habían abatido a Osama Ben Laden que se encontraba en una mansión a unos 60 Kms al norte de Islamabad en […]

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  4. […] mañana nos despertábamos con la noticia de la muerte de Osama Ben Laden, uno de los terroristas más buscados. Los hechos parece que se produjeron durante la noche pasada, […]

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  5. […] norteamericano, uno de los mejores grupos de asalto del mundo; ¡coño! Que estamos hablando de Bin Laden y no de Chuck Norris o de […]

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  6. […] Qaeda ha confirmado la muerte de su líder, Osama bin Laden, a través de algunas páginas web islamistas. En el comunicado los terroristas también prometen […]

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  7. […] han dejado este mundo, unos de forma violenta y otros de un modo más plácido. Destacar el fin de Osama Ben Laden que murió abatido en un ataque llevado a cabo por fuerzas especiales norteamericanas en el refugio […]

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  8. […] famoso sepelio de Osama Bin Laden en alta mar, donde el cadáver del líder de Al Qaeda fue arrojado dentro de una bolsa con pesos […]

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  9. […] afirma haber encontrado el lugar exacto donde se ubica el cuerpo del terrorista número uno: Osama Bin Laden, abatido por los militares de EE. UU. en Pakistán el año pasado. Para organizar la expedición y […]

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  10. […] que aquel país era un nido de terroristas, los de Al Qaida eran los malos de la película con Osama bin Laden como el gran maligno; les acusaron de ser los responsables de la matanza ocurrida en New York con […]

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  11. […] emprender la yihad contra los comunistas ateos. Destacaba entre ellos un joven saudí llamado Osama bin Laden, cuyo grupo árabe finalmente se convirtió en […]

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