«El liberalismo, es mas elección y mejores precios para el consumidor»
FALSO: Según el mismo dogma liberal, el liberalismo solo funciona si existe una competencia suficiente por el lado de la oferta. Sin embargo, en los hechos, el capitalismo liberal tiende hacia la concentración y la formación de monopolios que eliminan toda competencia, reduciendo la elección del consumidor y hacen subir los precios (y bajar la calidad ).
En el área de los servicios públicos como por ejemplo la distribución del agua, el correo, o los ferrocarriles, su privatización siempre se ha traducido por un aumento de los costos para el pasajero, una reducción del servicio, y una reducción de las inversiones en el mantenimiento de las infraestructuras.
En cuanto a los sistemas de jubilación privados (fondos de pensiones), consisten en privar a los asalariados de toda seguridad, entregándoles a la incertidumbre de la gestión de dichos fondos a organismos financieros. En caso de quiebra de estos últimos, los asalariados se hallan sin jubilación a pesar de años de cotización. Lo que ya ha sucedido en Estados Unidos en 2002 con la quiebra de Enron.
«El liberalismo, es el juego del libre mercado»
FALSO: Siempre según el dogma liberal, el libre-mercado requiere la transparencia del mismo mercado y de la información.
En realidad, a causa de practicas opacas y de la inequidad en el acceso a la información, el consumidor no puede escoger con conocimiento de causa.
«El crecimento crea empleos»
FALSO: El crecimiento crea empleos en primer momento, pero sirve sobretodo para financiar las «re-estructuraciones» y las relocalizaciones. A final de cuentas, destruye mas los puestos de trabajo de lo que crea.
«Solo el mercado es apto para determinar el precio justo de las materias primas, divisas o de las empresas»
FALSO: Los mercados son esencialmente guiados por la especulación y la busca del mayor lucro a corto plazo. Las fluctuaciones y variaciones del mercado son a veces irracionales, excesivas, y sometidas a la manipulación. Estas oscilaciones excesivas en el mercado (bolsas) son destructoras, provocan ruina y quiebras en la economía real. Pero al mismo tiempo, estas variaciones son generadoras de ganancias para los especuladores. Nuevamente el principio de los vasos comunicantes…!
«La empresa crea riqueza. Es la fuente de la prosperidad de los países y de sus habitantes»
FALSO: Por lo general, las empresas no crean riqueza, porque el valor creado es inferior al costo real de los recursos utilizados o destruidos, si tomamos en cuenta el costo medioambiental y humano, así como el costo real de las materias primas renovables.
El «lucro» de las grandes empresas es logrado en realidad en detrimento de la naturaleza, pillada por la explotación, la urbanización y la contaminación, o «vampirizado» sobre otros factores económicos:
– sobre los asalariados, a quienes se los habrá despedido para ahorrar costos u «aumentar la productividad», o a quienes se habrá reducido la remuneración o la protección social.
– sobre los consumidores que deben pagar mas por una calidad o cantidad menor.
– sobre los proveedores (en particular sobre los productores de materias primas de minerales o agrícolas)
– sobre otras empresas a los cuales se habrá provocado su quiebra mediante practicas desleales de competencia, o que son compradas para ser posteriormente desmanteladas, vendidas por partes, y cuyos asalariados serán transformados en desempleados.
– sobre las poblaciones del Tercer Mundo que serán expoliadas de sus tierras y de sus recursos, y que han sido reducidas a la esclavitud, obligadas a trabajar en las minas o en «talleres del sudor» de empresas transnacionales, o peor aun, obligadas a servir de conejillos de india para la industria farmacéutica, o de vender sus órganos (por lo general riñones o un ojo) que serán operados a enfermos afortunados. (el precio pago para un riñón llega a 20.000 $us en Turquía, a solo 800 $us en la India)
«La Globalización beneficia a todos «
FALSO: Entre 1992 y 2002, el ingreso por habitante ha decaído en 81 países. En el Tercer Mundo, el numero de personas «extremadamente pobres» ha aumentado en mas de 100 millones.
La diferencia entre salarios ha aumentado de forma impresionante. Tomemos el ejemplo de una obrera de una empresa sub-contratista asiática de Disney que fabrica ropa con el logotipo de Mickey para consumidores occidentales. Esta obrera trabaja en un «taller de sudor», 14 horas por día, 7 días sobre 7, sin ninguna protección social, sin derecho a huelga, el todo por un salario horario de 0,28 dólar. Al mismo tiempo, el salario horario de un Gerente de Disney (PDG) es de 2800 dólares, es decir 10.000 veces mas.
Las 225 personas más ricas del mundo acumulan un patrimonio global de 1000 billones de dólares, equivalente al ingreso anual de los 3 mil millones de personas más pobres del planeta, es decir 47% de la población mundial. La fortuna adicionada de las 84 personas más ricas sobrepasa el producto interior bruto de China con sus 1,2 mil millones de habitantes.
En 2002, 20% de la población mundial acapara 80% de las riquezas, posee mas de 80% de los coches en circulación y consume 60% de la energía, mientras que mil millones de los habitantes más pobres comparten el 1% del ingreso mundial.
Fuente:Estrategias Planetarias.
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Es un hecho que las medidas liberalizadoras sirven para estimular el crecimiento, en economías intervenidas se sustituye ese elemento por la seguridad. Sin embargo como se actúa mejor favoreciendo al empleo, estimulando su creación o impidiendo que se destruya?.
las discursiones de ambas escuelas económicas, jamás se pondrán de acuerdo puesto que confrontan modelos puro y eso sólo funciona al inicio de su establecimiento.
Una economía es como un ser humano, cuanto más flexible y adaptable más probabilidades de éxito tiene, a veces se necesitarán dosis liberalizadoras mayores y en otro casos proteccionistas. El buen gobernante se distingue por saber el momento y las cantidades a aplicar en cada caso. Ningún modelo es bueno o malo simplemente existen buenos o malos gestores, simplemente es eso Jon.
Salut i €
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Estoy de acuerdo en líneas generales con lo que dices pero lo poco que conozco del liberalismo, no me gusta nada.
Salut i força.
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PRINCIPIOS BÁSICOS DEL LIBERALISMO
Jesús Huerta de Soto
El liberalismo es una corriente de pensamiento (filosófico y económico) y de acción política que propugna limitar al máximo el poder coactivo del Estado sobre los seres humanos y la sociedad civil.
Así, forman parte del ideario liberal la defensa de la economía de mercado (también denominada «sistema capitalista» o de «libre empresa»); la libertad de comercio (librecambismo) y, en general, la libre circulación de personas, capitales y bienes; el mantenimiento de un sistema monetario rígido que impida su manipulación inflacionaria por parte de los gobernantes; el establecimiento de un Estado de Derecho, en el que todos los seres humanos –incluyendo aquellos que en cada momento formen parte del Gobierno– estén sometidos al mismo marco mínimo de leyes entendidas en su sentido «material» (normas jurídicas, básicamente de derecho civil y penal, abstractas y de general e igual aplicación a todos); la limitación del poder del Gobierno al mínimo necesario para definir y defender adecuadamente el derecho a la vida y a la propiedad privada, a la posesión pacíficamente adquirida, y al cumplimiento de las promesas y contratos; la limitación y control del gasto público, el principio del presupuesto equilibrado y el mantenimiento de un nivel reducido de impuestos; el establecimiento de un sistema estricto de separación de poderes políticos (legislativo, ejecutivo y judicial) que evite cualquier atisbo de tiranía; el principio de autodeterminación, en virtud del cual cualquier grupo social ha de poder elegir libremente qué organización política desea formar o a qué Estado desea o no adscribirse; la utilización de procedimientos democráticos para elegir a los gobernantes, sin que la democracia se utilice, en ningún caso, como coartada para justificar la violación del Estado de Derecho ni la coacción a las minorías; y el establecimiento, en suma, de un orden mundial basado en la paz y en el libre comercio voluntario, entre todas las naciones de la tierra.
Estos principios básicos constituyen los pilares de la civilización occidental y su formación, articulación, desarrollo y perfeccionamiento son uno de los logros más importantes en la historia del pensamiento del género humano. Aunque tradicionalmente se ha afirmado que la doctrina liberal tiene su origen en el pensamiento de la Escuela Escocesa del siglo XVIII, o en el ideario de la Revolución Francesa, lo cierto es que tal origen puede remontarse incluso hasta la tradición más clásica del pensamiento filosófico griego y de la ciencia jurídica romana. Así, sabemos gracias a Tucídides (Guerra del Peloponeso), como Pericles constataba que en Atenas «la libertad que disfrutamos en nuestro gobierno se extiende también a la vida ordinaria, donde lejos de ejercer éste una celosa vigilancia sobre todos y cada uno, no sentimos cólera porque nuestro vecino haga lo que desee»; pudiéndose encontrar en la Oración Fúnebre de Pericles una de las más bellas descripciones del principio liberal de la igualdad de todos ante la ley.
Posteriormente en Roma se descubre que el derecho es básicamente consuetudinario y que las instituciones jurídicas (como las lingüísticas y económicas) surgen como resultado de un largo proceso evolutivo e incorporan un enorme volumen de información y conocimientos que supera, con mucho, la capacidad mental de cualquier gobernante, por sabio y bueno que éste sea. Así, sabemos gracias a Cicerón (De re publica, II, 1-2) como para Catón «el motivo por el que nuestro sistema político fue superior a los de todos los demás países era éste: los sistemas políticos de los demás países habían sido creados introduciendo leyes e instituciones según el parecer personal de individuos particulares tales como Minos en Creta y Licurgo en Esparta … En cambio, nuestra república romana no se debe a la creación personal de un hombre, sino de muchos. No ha sido fundada durante la vida de un individuo particular, sino a través de una serie de siglos y generaciones. Porque no ha habido nunca en el mundo un hombre tan inteligente como para preverlo todo, e incluso si pudiéramos concentrar todos los cerebros en la cabeza de un mismo hombre, le sería a éste imposible tener en cuenta todo al mismo tiempo, sin haber acumulado la experiencia que se deriva de la práctica en el transcurso de un largo periodo de la historia».
El núcleo de esta idea esencial, que habrá de constituir el corazón del argumento de Ludwig von Mises sobre la imposibilidad teórica de la planificación socialista, se conserva y refuerza en la Edad Media gracias al humanismo cristiano y a la filosofía tomista del derecho natural, que se concibe como un cuerpo ético previo y superior al poder de cada gobierno terrenal. Pedro Juan de Olivi, San Bernardino de Siena y San Antonino de Florencia, entre otros, teorizan sobre el papel protagonista que la capacidad empresarial y creativa del ser humano tiene como impulsora de la economía de mercado y de la civilización. Y el testigo de esta línea de pensamiento se recoge y perfecciona por esos grandes teóricos que fueron nuestros escolásticos durante el Siglo de Oro español, hasta el punto de que uno de los más grandes pensadores liberales del siglo XX, el austríaco Friedrich A. Hayek, Premio Nobel de Economía en 1974, llegó a afirmar que «los principios teóricos de la economía de mercado y los elementos básicos del liberalismo económico no fueron diseñados, como se creía, por los calvinistas y protestantes escoceses, sino por los jesuitas y miembros de la Escuela de Salamanca durante el Siglo de Oro español».
Así, Diego de Covarrubias y Leyva, arzobispo de Segovia y ministro de Felipe II, ya en 1554 expuso de forma impecable la teoría subjetiva del valor, sobre la que gira toda economía de libre mercado, al afirmar que «el valor de una cosa no depende de su naturaleza objetiva sino de la estimación subjetiva de los hombres, incluso aunque tal estimación sea alocada»; y añade para ilustrar su tesis que «en las Indias el trigo se valora más que en España porque allí los hombres lo estiman más, y ello a pesar de que la naturaleza del trigo es la misma en ambos lugares». Otro notable escolástico, Luis Saravia de la Calle, basándose en la concepción subjetivista de Covarrubias, descubre la verdadera relación que existe entre precios y costes en el mercado, en el sentido de que son los costes los que tienden a seguir a los precios y no al revés, anticipándose así a refutar los errores de la teoría objetiva del valor de Carlos Marx y de sus sucesores socialistas. Así, en su Instrucción de mercaderes (Medina del Campo, 1544) puede leerse: «Los que miden el justo precio de la cosa según el trabajo, costas y peligros del que trata o hace la mercadería yerran mucho; porque el justo precio nace de la abundancia o falta de mercaderías, de mercaderes y dineros, y no de las costas, trabajos y peligros».
Otra notable aportación de nuestros escolásticos es su introducción del concepto dinámico de competencia (en latín concurrentium), entendida como el proceso empresarial de rivalidad que mueve el mercado e impulsa el desarrollo de la sociedad. Esta idea les llevó a su vez a concluir que los llamados «precios del modelo de equilibrio», que los teóricos socialistas pretenden utilizar para justificar el intervencionismo y la planificación del mercado, nunca podrán llegar a ser conocidos. Raymond de Roover («Scholastics Economics», 1955) atribuye a Luis de Molina el concepto dinámico de competencia entendida como «el proceso de rivalidad entre compradores que tiende a elevar el precio», y que nada tiene que ver con el modelo estático de «competencia perfecta» que hoy en día los llamados «teóricos del socialismo de mercado» ingenuamente creen que se puede simular en un régimen sin propiedad privada.
Sin embargo, es Jerónimo Castillo de Bovadilla el que mejor expone esta concepción dinámica de la libre competencia entre empresarios en su libro Política para corregidores publicado en Salamanca en 1585, y en el que indica que la más positiva esencia de la competencia consiste en tratar de «emular» al competidor. Bovadilla enuncia, además, la siguiente ley económica, base de la defensa del mercado por parte de todo liberal: «los precios de los productos bajarán con la abundancia, emulación y concurrencia de vendedores». Y en cuanto a la imposibilidad de que los gobernantes puedan llegar a conocer los precios de equilibrio y demás datos que necesitan para intervenir en el mercado, destacan las aportaciones de los cardenales jesuitas españoles Juan de Lugo y Juan de Salas.
El primero, Juan de Lugo, preguntándose cuál puede ser el precio de equilibrio, ya en 1643 concluye que depende de tan gran cantidad de circunstancias específicas que sólo Dios puede conocerlo («pretium iustum mathematicum licet soli Deo notum»). Y Juan de Salas, en 1617, refiriéndose a las posibilidades de que un gobernante pueda llegar a conocer la información específica que se crea, descubre y maneja en la sociedad civil afirma que «quas exacte comprehendere et pondedare Dei est non hominum», es decir, que sólo Dios, y no los hombres, puede llegar a comprender y ponderar exactamente la información y el conocimiento que maneja un mercado libre con todas sus circunstancias particulares de tiempo y lugar.
Tanto Juan de Lugo como Juan de Salas anticipan, pues, en más de tres siglos, las más refinadas aportaciones científicas de los pensadores liberales más conspicuos (Mises, Hayek). Por otro lado, tampoco debemos olvidar al gran fundador del Derecho Internacional Francisco de Vitoria, a Francisco Suárez y a su escuela de teóricos del derecho natural, que con tanta brillantez y coherencia retomaron la idea tomista de la superioridad moral del derecho natural frente al poder del estado, aplicándola con éxito a múltiples casos particulares que, como el de la crítica moral a la esclavización de los indios en la recién descubierta América, exigían una clara y rápida toma de posición intelectual.
Pero, sin duda alguna, el más liberal de nuestros escolásticos ha sido el gran padre jesuita Juan de Mariana (1536-1624) que llevó hasta sus últimas consecuencias lógicas la doctrina liberal de la superioridad del derecho natural frente al poder del estado y que hoy han retomado filósofos liberales tan importantes como Murray Rothbard y Robert Nozick. Especial importancia tiene el desarrollo de la doctrina sobre la legitimidad del tiranicidio que Mariana desarrolla en su libro De rege et regis institutione publicado en 1599. Mariana califica de tiranos a figuras históricas como Alejandro Magno o Julio César, y argumenta que está justificado que cualquier ciudadano asesine al que tiranice a la sociedad civil, considerando actos de tiranía, entre otros, el establecer impuestos sin el consentimiento del pueblo, o impedir que se reúna un parlamento libremente elegido. Otras muestras típicas del actuar de un tirano son, para Mariana, la construcción de obras públicas faraónicas que, como las pirámides de Egipto, siempre se financian esclavizando y explotando a los súbditos, o la creación de policías secretas para impedir que los ciudadanos se quejen y expresen libremente.
Otra obra esencial de Mariana es la publicada en 1609 con el título De monetae mutatione, posteriormente traducida al castellano con el título de Tratado y discurso sobre la moneda de vellón que al presente se labra en Castilla y de algunos desórdenes y abusos. En este notable trabajo Mariana considera tirano a todo gobernante que devalúe el contenido de metal de la moneda, imponiendo a los ciudadanos sin su consentimiento el odioso impuesto inflacionario o la creación de privilegios y monopolios fiscales.
Mariana también critica el establecimiento de precios máximos para «luchar contra la inflación», y propone la reducción del gasto público como principal medida de política económica para equilibrar el presupuesto. Por último, en 1625, el padre Juan de Mariana publicó otro libro titulado Discurso sobre las enfermedades de la Compañía en el que ahonda en la idea liberal de que es imposible que el gobierno organice la sociedad civil en base a mandatos coactivos, y ello por falta de información. Mariana, refiriéndose al gobierno dice que «es gran desatino que el ciego quiera guiar al que ve», añadiendo que el gobernante «no conoce las personas, ni los hechos, a lo menos, con todas las circunstancias que tienen, de que pende el acierto. Forzoso es se caiga en yerros muchos, y graves, y por ellos se disguste la gente, y menosprecie gobierno tan ciego»; concluyendo Mariana que «es loco el poder y mando», y que cuando «las leyes son muchas en demasía; y como no todas se pueden guardar, ni aun saber, a todas se pierde el respeto».
Toda esta tradición se filtra por los ambientes intelectuales de todo el continente europeo influyendo en notables pensadores liberales de Francia como Balesbat (1692), el marqués D’Argenson (1751) y, sobre todo, Jacques Turgot, que desde mucho antes que Adam Smith, y siguiendo a los escolásticos españoles ya había articulado perfectamente el carácter disperso del conocimiento que incorporan las instituciones sociales entendidas como órdenes espontáneos. Así, Turgot, en su Elegía a Gournay (1759) escribe que «no es preciso probar que cada individuo es el único que puede juzgar con conocimiento de causa el uso más ventajoso de sus tierras y esfuerzo. Solamente él posee el conocimiento particular sin el cual hasta el hombre más sabio se encontraría a ciegas. Aprende de sus intentos repetidos, de sus éxitos y de sus pérdidas, y así va adquiriendo un especial sentido para los negocios que es mucho más ingenioso que el conocimiento teórico que puede adquirir un observador indiferente, porque está impulsado por la necesidad». Y siguiendo a Juan de Mariana, Turgot concluye que es «completamente imposible dirigir mediante reglas rígidas y un control continuo la multitud de transacciones que aunque sólo sea por su inmensidad no puede llegar a ser plenamente conocida, y que además dependen de una multitud de circunstancias siempre cambiantes, que no pueden controlarse, ni menos aún preverse».
Desafortunadamente, toda esta tradición liberal del pensamiento hispano fue barrida en la teoría y en la práctica, como indica Francisco Martínez Marina (Teoría de las Cortes o Grandes Juntas Nacionales de los Reinos de León y Castilla) por los Austrias y los Borbones que han producido una «monstruosa reunión de todos los poderes en una persona, el abandono y la abolición de las Cortes y siglos de esclavitud del más horroroso despotismo». Se termina de consolidar así en nuestro país un marco político y social intolerante e intervencionista ajeno a las más genuinas tradiciones representativas y liberales de los viejos reinos de España: la antigua tolerancia y modus vivendi entre las tres religiones de judíos, moros y cristianos de la época de Alfonso X El Sabio, es sustituida por la intolerancia religiosa de los Reyes Católicos y sus sucesores, que Americo Castro (La realidad histórica de España) y otros han interpretado como una desviación mimética de la cultura y sociedad españolas que paradójicamente terminan reflejando e incorporando en su esencia más íntima las características más negativas de sus seculares «enemigos»: el integrismo religioso musulmán justificador de la Guerra Santa contra el infiel, y la obsesión por la pureza de la sangre, propia del pueblo judío. No se absorben, por contra, la proverbial iniciativa y espíritu empresarial de los comerciantes y artesanos hebreos y moriscos que hasta su expulsión constituyeron la médula económica del país.
En España se termina menospreciando, por considerarse impropia de cristianos viejos, la función empresarial y prácticamente hasta hoy el éxito económico se valora negativamente a nivel social y se critica con envidia destructiva, en vez de ser considerado como una sana y necesaria muestra del avance de la civilización, que es preciso emular y fomentar. Si a todo esto añadimos la «Leyenda Negra» que impulsada por el mundo protestante y anglosajón tuvo como objetivo desprestigiar todo lo español, se comprenderá la soledad y el vacío ideológico con que se hallaron los ilustrados españoles del siglo XVIII, como Campomanes y Jovellanos, y los padres de la patria reunidos en las Cortes de Cádiz que habrían de redactar nuestra primera Constitución de 1812, y que fueron los primeros en el mundo en calificarse a sí mismos con el término, introducido por ellos, de «liberales».
La situación en el resto del mundo intelectual europeo no evolucionó mucho mejor que en España. El triunfo de la Reforma protestante desprestigió el papel de la Iglesia Católica como límite y contrapeso del poder secular de los gobiernos, que se vio así reforzado. Además el pensamiento protestante y la imperfecta recepción en el mundo anglosajón de la tradición liberal iusnaturalista a través de los «escolásticos protestantes» Hugo Grocio y Pufendorf, explica la importante involución que respecto del anterior pensamiento liberal supuso Adam Smith. En efecto, como bien indica Murray N. Rothbard (Economic Thought before Adam Smith, 1995), Adam Smith abandonó las contribuciones anteriores centradas en la teoría subjetiva del valor, la función empresarial y el interés por explicar los precios que se dan en el mercado real, sustituyéndolas todas ellas por la teoría objetiva del valor trabajo, sobre la que luego Marx construirá, como conclusión natural, toda la teoría socialista de la explotación. Además, Adam Smith se centra en explicar con carácter preferente el «precio natural» de equilibrio a largo plazo, modelo de equilibrio en el que la función empresarial brilla por su ausencia y en el que se supone que toda la información necesaria ya está disponible, por lo que será utilizado después por los teóricos neoclásicos del equilibrio para criticar los supuestos «fallos del mercado» y justificar el socialismo y la intervención del Estado sobre la economía y la sociedad civil.
Por otro lado, Adam Smith impregnó la Ciencia Económica de calvinismo, por ejemplo al apoyar la prohibición de la usura y al distinguir entre ocupaciones «productivas» e «improductivas». Finalmente, Adam Smith rompió con el Laissez-faire radical de sus antecesores iusnaturalistas del continente (españoles, franceses e italianos) introduciendo en la historia del pensamiento un «liberalismo» tibio tan plagado de excepciones y matizaciones, que muchos «socialdemócratas» de hoy en día podrían incluso aceptar. La influencia negativa del pensamiento de la Escuela Clásica anglosajona sobre el liberalismo se acentúa con los sucesores de Adam Smith y, en especial, con Jeremías Bentham, que inocula el bacilo del utilitarismo más estrecho en la filosofía liberal, facilitando con ello el desarrollo de todo un análisis pseudocientífico de costes y beneficios (que se creen conocidos), y el surgimiento de toda una tradición de ingenieros sociales que pretenden moldear la sociedad a su antojo utilizando el poder coactivo del Estado. En Inglaterra, Stuart Mill culmina esta tendencia con su apostasía del Laissez-faire y sus numerosas concesiones al socialismo, y en Francia, el triunfo del racionalismo constructivista de origen cartesiano explica el dominio intervencionista de la Ecole Polytechnique y del socialismo cientificista de Saint-Simon y Comte (véase F.A. Hayek, The Counter-Revolution of Science, 1955), que a duras penas logran contener los liberales franceses de la tradición de Juan Bautista Say, agrupados en torno a Frédéric Bastiat y Gustave de Molinari.
Esta intoxicación intervencionista en el contenido doctrinal del liberalismo decimonónico fue fatal en la evolución política del liberalismo contemporáneo: uno tras otro los diferentes partidos políticos liberales caen víctimas del «pragmatismo», y en aras de mantener el poder a corto plazo consensúan políticas de compromiso que traicionan sus principios esenciales confundiendo al electorado y facilitando en última instancia el triunfo político del socialismo. Así, el partido liberal inglés termina desapareciendo en Inglaterra engullido por el partido laborista, y algo muy parecido sucede en el resto de Europa. La confusión a nivel político y doctrinal es tan grande que en muchas ocasiones los intervencionistas más conspicuos como John Maynard Keynes, terminan apropiándose del término «liberalismo» que, al menos en Inglaterra, Estados Unidos y, en general, en el mundo anglosajón pasa a utilizarse para denominar la socialdemocracia intervencionista impulsora del Estado del Bienestar, viéndose obligados los verdaderos liberales a buscarse otro término definitorio («classical liberals», «conservative libertarians» o, simplemente, «libertarians»).
En este contexto de confusión doctrinal y política no es de extrañar que en nuestro país nunca haya cuajado una verdadera revolución liberal. Aunque en el siglo XIX se puede distinguir una señera tradición del más genuino liberalismo, con representantes tan conspicuos como Laureano Figuerola y Ballester, Alvaro Flórez Estrada, Luis María Pastor, y otros, se desarrolla doctrinalmente muy influida por el tibio liberalismo de la Escuela Anglosajona (la traducción española de José Alonso Ortiz de La Riqueza de las Naciones ya se había publicado en Santander en 1794), o por el racionalismo jacobino de la Revolución Francesa. En el ámbito político el liberalismo español se enfrenta primero a las poderosas fuerzas absolutistas y después al pragmatismo disgregador de los «moderados», todo ello en un entorno continuo de guerra civil desgarradora. De manera que el triunfo de la Gloriosa Revolución Liberal de 1868 es efímero y cuando se produce la Restauración Canovista de 1875, triunfa el arancel proteccionista y se traicionan principios liberales esenciales, por ejemplo en el ámbito de la autodeterminación del pueblo cubano, con un coste tremendo para la nación en términos de sufrimientos humanos. Y ya entrado el siglo XX la pérdida de contenido doctrinal del Partido Liberal Democrático se hace cada vez más patente y en cierta medida culmina con el «reformismo social» de José Canalejas que impregna su política de medidas intervencionistas y socializadoras, restablece el servicio militar obligatorio y sigue adelante con la inmoral y nefasta política de gradual implicación militar de nuestro país en Marruecos. En este contexto de vacío doctrinal no es de extrañar que los pocos españoles que continúan aceptando calificarse de «liberales» crean que el liberalismo, más que un cuerpo de principios dogmáticos a favor de la libertad, es un simple «talante» caracterizado por la tolerancia y apertura ante todas las posiciones.
Así, para Gregorio Marañón (véase el «Prólogo» a sus Ensayos liberales) «ser liberal es, precisamente estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; y segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin. El liberalismo es, pues, una conducta y, por tanto, es mucho más que una política». Posición que en gran medida es compartida por otros grandes liberales españoles de la primera mitad del siglo XX, como José Ortega y Gasset o Salvador de Madariaga, y que en gran parte explica por qué el protagonismo político, primero durante la Dictadura del General Primo de Ribera, después durante la República y más tarde durante el Franquismo, nunca estuviera en manos de verdaderos liberales, sino más bien en la esfera de ambos extremos del intervencionismo (el socialismo obrero o el fascismo o socialismo conservador o de derechas), o bajo el control de políticos racionalistas jacobinos como Manuel Azaña.
A pesar de que el siglo XX será tristemente recordado como el siglo del Estatismo y de los totalitarismos de todo signo que más sufrimiento han causado al género humano, en sus últimos veinticinco años se ha observado con gran pujanza un notable resurgir del ideario liberal que debe achacarse a las siguientes razones. Primeramente, al rearme teórico liberal protagonizado por un puñado de pensadores que, en su mayoría, pertenecen o están influidos por la Escuela Austriaca que fue fundada en Viena cuando Carl Menger retomó en 1871 la tradición liberal subjetivista de los Escolásticos Españoles.
Entre otros teóricos, destacan sobre todo Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek que fueron los primeros en predecir el advenimiento de la Gran Depresión de 1929 como resultado del intervencionismo monetario y fiscal emprendido por los gobiernos durante los «felices» años veinte, en descubrir el teorema de la imposibilidad científica del socialismo por falta de información, y en explicar el fracaso de las prescripciones keynesianas que se hizo evidente con el surgimiento de la grave recesión inflacionaria de los años setenta. Estos teóricos han elaborado, por primera vez, un cuerpo completo y perfeccionado de doctrina liberal en el que también han participado pensadores de otras escuelas liberales menos comprometidas como la de Chicago (Knight, Stigler, Friedman y Becker), el «ordo-liberalismo» de la «economía social de mercado» alemana (Röpke, Eucken, Erhard), o la llamada «Escuela de la Elección Pública» (Buchanan, Tullock y el resto de los teóricos de los «fallos del gobierno»). En segundo lugar, cabe mencionar el triunfo de la llamada revolución liberal-conservadora protagonizada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher en Estados Unidos e Inglaterra a lo largo de los años ochenta.
Así de 1980 a 1988 Ronald Reagan llevó a cabo una importante reforma fiscal que redujo el tipo marginal del impuesto sobre la renta al 28 por 100 y desmanteló, en gran medida, la regulación administrativa de la economía, generando un importante auge económico que creó en su país más de 12 millones de puestos de trabajo. Y más cerca de nosotros, Margaret Thatcher impulsó el programa de privatizaciones de empresas públicas más ambicioso que hasta hoy se ha conocido en el mundo, redujo al 40 por ciento el tipo marginal del impuesto sobre la renta, acabó con los abusos de los sindicatos e inició un programa de regeneración moral que impulsó fuertemente la economía inglesa, lastrada durante decenios por el intervencionismo de los laboristas y de los conservadores más «pragmáticos» (como Edward Heath y otros). En tercer lugar, quizás el hecho histórico más importante haya sido la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento del socialismo en Rusia y en los países del Este de Europa, que hoy se esfuerzan por construir sus economías de mercado en un Estado de Derecho.
Todos estos hechos han llevado al convencimiento de que el liberalismo y la economía de libre mercado son el sistema político y económico más eficiente, moral y compatible con la naturaleza del ser humano. Así, por ejemplo, Juan Pablo II, preguntándose si el capitalismo es la vía para el progreso económico y social ha contestado lo siguiente (véase Centessimus Annus, cap. IV, num. 42): «Si por ‘capitalismo’ se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, el mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de ‘economía de empresa’, ‘economía de mercado’, o simplemente ‘economía libre'».
El pensamiento español no se ha mantenido ajeno a este resurgir mundial del liberalismo. Pensadores como Lucas Beltrán o Luis de Olariaga supieron mantener viva la llama liberal durante los largos años del autoritarismo franquista, llevándose a cabo un importante esfuerzo de estudio y popularización del ideario liberal por parte de los profesores, intelectuales y empresarios aglutinados en torno a la sociedad liberal Mont Pèlerin fundada por Hayek en 1947, y al proyecto de Unión Editorial que, a lo largo de los últimos 25 años, ha traducido, publicado y distribuido incansablemente en nuestro país las principales obras de contenido liberal escritas por pensadores extranjeros y nacionales.
Dada la trágica trayectoria del socialismo a lo largo de este siglo no es aventurado pensar que el liberalismo se presenta como el ideario político y económico con más posibilidades de triunfar en el futuro. Y aunque quedan algunos ámbitos en los que la liberalización sigue planteando dudas y discrepancias –como, por ejemplo, el de la privatización del dinero, el desmantelamiento de los megagobiernos centrales a través de la descentralización autonómica y del nacionalismo liberal, y la necesidad de defender el ideario liberal en base a consideraciones predominantemente éticas más que de simple eficacia– el liberalismo promete como la doctrina más fructífera y humanista. Si España es capaz de asumir como propio este humanismo liberal y de llevarlo a la práctica de forma coherente es seguro que experimentará en el futuro un notable resurgir como sociedad dinámica y abierta, que sin duda podrá ser calificado como «Nuevo Siglo de Oro español».
Bibliografía básica en español:
Lucas Beltrán, Ensayos de economía política (1996)
Luis Díez del Corral, El liberalismo doctrinario (1984)
Friedrich A. Hayek, Los fundamentos de la libertad (1998) y La fatal arrogancia: los errores del socialismo (1997)
Jesús Huerta de Soto, Socialismo, cálculo y función empresarial (1992), Estudios de economía política (1994) y Dinero, crédito bancario y ciclos económicos (1998)
Israel M. Kirzner, Creatividad, capitalismo y justicia distributiva (1995)
Bruno Leoni, La libertad y la ley (1995)
Ludwig von Mises, La acción humana (1995) y Sobre liberalismo y capitalismo (1995)
Karl R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos (1967)
Robert Nozick, Anarquía, estado y utopía (1988)
Wilhelm Röpke, Más allá de la oferta y la demanda (1996)
Murray N. Rothbard, La ética de la libertad (1995)
Rafael Termes, Libro blanco sobre el papel del estado en la economía española (1996)
Milton y Rose Friedman, Libertad de elegir (1980)
http://www.hispanocubana.org/revistahc/paginas/revista8910/REVISTA4/ensayos/principios.html
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El liberalismo como doctrina política derivaba del racionalismo del siglo XVIII, por cuanto se oponía al yugo arbitrario del poder absoluto, al respeto ciego al pasado, al predominio del instinto sobre la razón. Por el contrario, preconizaba la búsqueda de la verdad por parte del individuo sin ningún tipo de trabas, sino mediante el diálogo y la confrontación de pareceres, dentro de un clima de tolerancia, de libertad y de fe en el progreso. Esa doctrina se asentaba en la confianza en el poder de la razón humana que todo lo esperaba de las constituciones y de las leyes escritas. Su rasgo distintivo consistía en el deseo de querer resolverlo todo mediante la aplicación de unos principios abstractos y mediante la aplicación de los derechos de los ciudadanos y del pueblo. La Revolución fue lo que dio fuerza verdaderamente a estas ideas. Frente a los privilegios históricos y a las prerrogativas tradicionales del príncipe o de las clases gobernantes, el liberalismo opone los derechos naturales de los gobernados. Frente a la idea de jerarquía y de autoridad, el liberalismo presenta las ideas de libertad y de igualdad. Y estas ideas son aplicables a todos los terrenos: al gobierno, a la religión, al trabajo y a las relaciones internacionales. Pero el liberalismo se refiere fundamentalmente a dos aspectos: a lo político y a lo económico.El liberalismo como sistema político fue construido a partir de las doctrinas de los viejos maestros Montesquieu, Voltaire, Rousseau o Condorcet, que se consagran después de la caída de Napoleón y se extienden desde Francia e Inglaterra por el sur y por el este de Europa. El liberalismo político proponía una limitación del poder mediante la aplicación del principio de la separación entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial, de tal manera que el legislativo quedaba en manos de una Asamblea elegida por sufragio censitario. Esa división debía establecerse mediante la creación de órganos que tuviesen la misma fuerza, pues en el equilibrio de los poderes residía la mejor garantía de su control mutuo y al mismo tiempo de la libertad del individuo frente al absolutismo. El liberalismo se distinguía de la democracia o del radicalismo porque defendía la idea de la soberanía de las asambleas parlamentarias frente a la soberanía del pueblo; porque daba primacía a la libertad sobre la igualdad y porque preconizaba el sufragio limitado frente al sufragio universal. Para los liberales, la Revolución francesa se había condenado a sí misma a causa de sus excesos: el reinado del Terror y la democracia popular habían conducido a la reacción y a la dictadura militar de Napoleón.El liberalismo comenzó a transformar a Europa a partir de la senda década del siglo XIX y fue precisamente en España donde tuvo una de sus más tempranas manifestaciones con la reunión de las Cortes de Cádiz y la elaboración de la Constitución de 1812, la cual se convirtió en un símbolo para muchos liberales europeos. De hecho, el término liberal fue utilizado por primera vez por los diputados españoles en aquellas Cortes en el sentido de abiertos, magnánimos y condescendientes con las ideas de los demás, en su lucha por acabar con el absolutismo tradicional de su Monarquía. Unas veces, el liberalismo se impuso mediante un movimiento revolucionario, como fue el caso de Francia en 1830, y otras recurrió a la reforma mediante una evolución progresiva del sistema político sin violencias, como ocurrió en los Países Bajos o en los países escandinavos.¿Cuáles son las características de los regímenes liberales? Veamos qué elementos y qué rasgos comunes podemos encontrar en ellos y de qué forma podríamos definirlos.En primer lugar hay que aclarar que aunque no forma parte sustancial de su doctrina política, el liberalismo acepta la Monarquía y de hecho en Europa durante el siglo XIX casi todos los regímenes liberales están presididos por el rey. No ocurre lo mismo, sin embargo, en América por la falta de tradición que el sistema monárquico tenía en los países de aquel continente. Como elemento esencial en todo régimen liberal está la Constitución, que es una ley fundamental por la que se rige el sistema político y está dictada siempre por una Asamblea constituyente, a diferencia de la Carta otorgada, que, como la promulgada en Francia en 1814 y siendo también una ley fundamental que tiende a cumplir la misma función, está dictada por el poder, es decir, impuesta de arriba a abajo. Comparada con la ausencia de textos del Antiguo Régimen, el deseo de definir por escrito la organización de poderes y el sistema de sus relaciones mutuas, es una novedad aportada por la Revolución que tomó el ejemplo de los Estados Unidos de América.Desde el punto de vista de la teoría política, la Constitución puede ser abierta o cerrada. Es abierta cuando especifica los derechos y los deberes de los ciudadanos y es cerrada cuando especifica solamente el funcionamiento del régimen, las obligaciones y deberes que tiene el Rey, hasta dónde alcanza su potestad, si el poder legislativo tiene que estar dividido en dos cámaras, etc. Puede establecerse también una división entre Constitución flexible y Constitución rígida. La primera es aquella cuyos términos pueden ser desarrollados posteriormente en otras leyes más específicas, como ocurre cuando se dice que las elecciones se efectuarán de la forma que determinen las leyes. Es decir, se dejan muchos de sus artículos a una interpretación posterior para que ésta pueda cambiar sin que por ello haya que modificar el texto constitucional. La Constitución rígida, por el contrario, no deja nada a la interpretación posterior: lo tiene todo previsto. La Constitución gaditana de 1812 es un claro ejemplo de Constitución rígida.La Constitución se considera como algo sagrado, intocable, en los regímenes liberales. Cuando hay algo que no está de acuerdo con ella, se saca a relucir inmediatamente el término anticonstitucional, y en el momento de su aprobación siempre se piensa que va a ser definitiva, cuando lo más frecuente es que no ocurra así. En Francia se elaboraron y aprobaron varias Constituciones en el siglo XIX y lo mismo ocurrió en España. La Constitución, tiene también un carácter universalista, es decir, está basada en unos principios tan generales y de tanto interés para todos que éstos podrían ser aplicados a todos los países, y de hecho así ocurrió por ejemplo en Portugal, donde se copió exactamente la Constitución gaditana de 1812.Según el esquema de Montesquieu en el que se basa el régimen político liberal, el poder legislativo elabora las leyes, el ejecutivo las hace cumplir y el judicial determina si estas leyes han sido cumplidas o no. El ejecutivo no tiene, en definitiva, más que un papel de gendarme. El elemento esencial del liberalismo es la Asamblea, que es la reunión de los representantes de la soberanía nacional y la que tiene la potestad de hacer las leyes. El sistema liberal admite la existencia de una sola asamblea, o dos. Cuando el poder legislativo está dividido en dos Cámaras, la Cámara Alta, compuesta generalmente por individuos que por su mayor edad o por su situación suelen ser más conservadores, actúa como freno de la Cámara Baja.La Asamblea crea el parlamentarismo, cuyo eje son los partidos políticos, no contemplados por la Constitución, pero que constituyen parte fundamental de la dinámica política de los sistemas liberales. En realidad, los partidos políticos, que comienzan a aparecer en los inicios del liberalismo, no son más que la agrupación de aquellos ciudadanos que defienden unos principios comunes expresados en unos programas en los que se exponen sus puntos de vista sobre los asuntos de su propio país y la solución que darían a sus principales problemas en el caso de que alcanzasen el poder. Benjamin Constant, uno de los principales teóricos del liberalismo doctrinario francés, afirmaba que los partidos políticos eran la esclavitud de unos pocos para la libertad de la mayoría.Los diputados de la Asamblea son elegidos por el cuerpo electoral. El liberalismo no considera que el derecho al voto sea un derecho natural, sino más bien una función, un servicio público para el que la nación habilita a una serie de ciudadanos que reúnen unas determinadas condiciones, generalmente económicas. El liberalismo, a pesar de que consagra el principio de la igualdad de derechos de los hombres, introduce una distinción entre el país legal y el país real. A pesar de que pueda ser contradictorio, en la sociedad liberal sólo una minoría dispone del derecho al voto, de la plenitud de los derechos políticos. Aunque esta discriminación sea al mismo tiempo selectiva y exclusiva, como señala René Remond, no es por eso definitiva o absoluta: no excluye de por vida al individuo. A éste le basta con reunir las condiciones exigidas -alcanzar los 300 francos del censo en el caso de Francia- para transformarse de inmediato en elector. «¡Enriquecéos!», espetaba Guizot a aquellos que reclamaban el derecho al voto. Sólo los que trabajaban, ahorraban y se enriquecían podían acceder a manifestar su voluntad política en el acto electoral. La política liberal se inscribe de esta manera en la perspectiva de una moral burguesa que ignora las dificultades y las trabas que tienen los individuos de las clases más deprimidas para promocionarse socialmente. Por eso, aunque el liberalismo se basa en la igualdad de derecho, en el sentido de que todos los ciudadanos gozan de los mismos derechos civiles, de hecho establece unas diferencias sociales basadas, no en el nacimiento y en la sangre como ocurría en el Antiguo Régimen, sino en la posesión de riquezas.El dinero es uno de los pilares fundamentales del orden liberal, por cuanto se convierte en un principio liberador. Frente a la escasa o nula movilidad social que ofrecía la propiedad del suelo, que ataba al individuo a la tierra, o el nacimiento, el dinero como pauta para establecer la jerarquización de la sociedad abre posibilidades a todos para alcanzar un puesto en su escalafón. Las sociedades de los países occidentales de Europa ofrecen numerosos ejemplos de individuos que han ascendido rápidamente en la jerarquía social. El dinero se convierte, pues, en un factor de liberación y en un medio para la emancipación social de los individuos.Pero el dinero puede ser también un motivo de opresión. Para aquellos que no pueden alcanzar la riqueza, la situación se agrava. El triunfo de una economía liberal, en la que se impone el beneficio sobre cualquier otra consideración, lleva aparejada la miseria de los más débiles, que se ven desprotegidos en una sociedad en la que sólo existen las relaciones jurídicas, impersonales y materializadas por el dinero. El liberalismo político alcanzaría un notable grado de desarrollo con los doctrinarios franceses, entre los que destacaron Benjamin Constant, Guizot y Royer Collard.Desde el punto de vista económico, el liberalismo defendía la libertad plena y total, la supresión de las corporaciones y de los gremios, y de todas las trabas que pudieran suponer un obstáculo para el libre desenvolvimiento de las empresas y de las asociaciones. El Estado burgués debía renunciar a los viejos principios del mercantilismo y a cualquier tipo de intervencionismo en la economía de los países. Jeremy Bentham (1748-1832) fue uno de los pensadores que más influyó en la consolidación de estas ideas en estos años iniciales del siglo XIX. Bentham aseguraba que «los individuos interesados son los mejores jueces para el empleo más ventajoso de los capitales y que el hombre de Estado tan propenso a inmiscuirse en las cuestiones de la industria y del comercio no es en nada superior a los individuos que quiere gobernar sino que le es inferior en muchos aspectos». En efecto, su argumento era que un ministro no tiene por qué saber mejor que un hombre de empresa cómo se manejan los negocios puesto que éste se ha dedicado a ello toda su vida, por consiguiente le es inferior. De ahí que concluyese que «la intervención de los gobiernos es una equivocación; actúa más como un obstáculo que como un medio». Para él, el Estado era incapaz de regular y de ordenar la sociedad económica y debía abstenerse y dejar al individuo que dispusiese libremente de sus propios intereses.En este mismo sentido desarrollaron sus teorías económicas liberales otros pensadores que se basaban a su vez en tratadistas del siglo XVIII como Adam Smith y los fisiócratas franceses, aunque ya no creían como ellos en un orden económico espontáneo debido a la bondad de la Providencia y al juego de la libertad individual. Entre ellos se hallaba Robert Malthus (1766-1836), quien publicó su polémica obra Ensayo sobre el principio de la población el mismo año en que estalló la Revolución francesa, aunque fue reeditada posteriormente en numerosas ocasiones. La idea fundamental de Malthus es que la población se acrecienta en progresión geométrica, mientras que la subsistencia lo hace sólo en progresión aritmética. De esa forma, la miseria en el mundo tendería a aumentar ya que la población crecería más rápidamente que la producción para alimentarla. «Un hombre que nace en un mundo que está ya completo -escribió Malthus-, si no puede obtener de sus padres la subsistencia que justamente les pide, y si la sociedad no necesita de su trabajo, no tiene ningún derecho a reclamar la más mínima porción de alimento y, de hecho, está de más. En el gran banquete de la naturaleza, no existe un cubierto para él». Los hechos demostraron posteriormente que los cálculos de Malthus eran equivocados. Ni la población creció tan rápidamente, ni la producción aumentó de forma tan lenta como había previsto. Sin embargo, introdujo el concepto de crecimiento, frente al sistema económico de tipo estático que describían Adam Smith y los fisiócratas.Del pesimismo de Malthus participaba también otro de los economistas liberales de la escuela inglesa: David Ricardo (1772-1823). Para él, no era posible extraer más riquezas de la tierra ya cultivada y por lo tanto sólo cabía esperar que aumentara la producción agrícola mediante la roturación de nuevas tierras que, por supuesto, eran de menor valor. Por eso, requerían un mayor esfuerzo para su cultivo, por lo que los precios tenderían a aumentar. Por otra parte, la introducción de nuevas técnicas en las tierras de buena calidad, no serviría para aumentar su rendimiento. Por el contrario, a partir de un cierto nivel de inversión para mejorar los cultivos, la producción no se incrementaría al mismo ritmo; es lo que se llama la ley del rendimiento decreciente. Consiguientemente, Ricardo creía que las dificultades económicas y la miseria no podrían ser corregidas ni por los progresos técnicos ni por las reformas sociales.Otro economista liberal de esta época y que representa el espíritu de la burguesía del siglo XIX es Stuart Mill (1806-1873), quien a diferencia de sus antecesores defendía una cierta intervención del Estado en la economía. Para Stuart Mill se había llegado al término de una evolución y no era posible ya que se produjeran grandes cambios; es más, había que poner todos los medios para impedir que éstos pudiesen darse.Resulta curioso señalar la relación existente entre liberalismo económico y conservadurismo. En efecto, para muchos el liberalismo puede evocar una noción de libertad, opuesta al conservadurismo. Sin embargo, en el terreno económico el liberalismo se caracteriza por un sistema que, bajo la máscara de la libertad, se basa en el principio de la selección de los seres vivos, mediante el que los más fuertes acaban con los más débiles.Otros economistas, en general franceses, proponían un liberalismo más optimista. Entre ellos cabe citar aquí alean Baptiste Say (1767-1832), F. Bastiat (1801-1850) y Charles Dunoyer (1786-1862). Todos ellos eran contrarios a la intervención del Estado en la economía pues existían leyes naturales que eran las que debían regirla. No eran partidarios de establecer ningún sistema de asistencia ni de atención a los menos favorecidos, porque eso -decían- contribuía a extender la pereza y la incuria. Sin embargo, eran partidarios de fomentar la industria y creían en el aumento ilimitado de la producción. Sólo en un punto parecen contradictorias las doctrinas de estos economistas: aunque contrarios a la intervención del Estado en el control interior de la producción y en lo relativo a las leyes sociales, se mostraban partidarios de la participación del mismo en las cuestiones aduaneras. Casi todos ellos eran proteccionistas.
http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/2473.htm
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no estoy deacuerdo en que la globalizacion afecta a todos, esos que plantearon son solo algunos casos pero en realidad veo mucho detrás, asi como el beneficio de que al fomentar la globalizacion todos podriamos tener relaciones mas estrechas con los demàs paises y seria algo a favor de los paisanos que trabajan en E.U.A.
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Las políticas económicas y no tan económicas , norteamericanas se han revelado como un auténtico fracaso a nivel local y mundial.
Y son políticas globalizadas, por lo que entiendo y entendemos muchos que no son las mejores.
Pero no olvides que USA no es el ombligo del mundo, ni es el sheriff del mundo, otros, los que no somos de allí, ni vivimos allí preferimos otras políticas que nos den mejores réditos sociales y económicos.
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[…] Las mentiras del liberalismojonkepa.wordpress.com/2007/10/31/las-mentiras-del-liberalismo/ por karmachop hace pocos segundos […]
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Desde luego, a mi juicio, el liberalismo es el que nos puede sacar de esta crisis económica de caballo. A veces hay que confiar en el mercado, pese a lo que digan algunos que hasta intervienen en las temperaturas que tienen que tener las tiendas
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