La casa de los Umbría era la última de esa acera hasta llegar a la Aduana. A partir de ella, la carretera se ensanchaba formando una amplia explanada para favorecer el aparcamiento de los camiones que en sus trasiegos hacia el interior y exterior de Marruecos, tenían que tramitar los controles de mercancías y personal propios de una frontera aunque, en aquellos años, bastante relajada. El remate de esa acera, era unos urinarios de señoras y caballeros para uso de los pasajeros que cruzaban la frontera.
Ya instalados en el inicio de esa calle donde vivía el catalán y subía hacia la fábrica de crin, por el lado izquierdo con una hondonada, ya descrita en otro escrito, y por el lado derecho, con un pequeño riachuelo proveniente de las montañas próximas del norte encajonado entre dos orillas con abundante cañaveral y zarzamoras donde muchas veces lo recorríamos saltando, sobre las escasas aguas que llevaba, ya contaminadas por los desagües de algunas viviendas, con largas pértigas hechas con alguna gruesa caña que cortábamos del propio cañaveral.
A pocos metros de allí, una serie de casas de una planta formaba un trozo de calle junto al chalet de enfrente dónde vivía la familia catalana Arnau director gerente de la fábrica “Crinveca” destinada a la fabricación de crin de palma, con la que se rellenaban colchones, y otros productos.
De las cinco casas, solo recuerdo bien a dos de sus habitantes y a un tercero del que solo sabía que era marroquí y policía.
En una de ellas, vivía la familia Borrego, que tenía dos hijos, Antonio, de mi edad y un hermano menor del que no recuerdo su nombre.
Al lado vivía otro militar cuya graduación, creo que era teniente, casado en segundas nupcias de la que había nacido una niña, por entonces tendría unos 6 ó 7 años y del primer matrimonio un chaval estupendo, José Mª López Bustillo, un par de años mayor que yo. Bustillo, como lo llamábamos siempre, fue junto con Salvador Atienza, de mis primeros amigos en Castillejos.
Bustillo no era muy alto, un poquito rellenito, de piel muy blanca y pelo rubiales pero, más que nada, se distinguía por una gran energía. Siembre iba como si tuviera prisa y sus movimientos eran rápidos, con fuerza, como si estuviera nervioso. Cuando corría, tenias que tener cuidado con no ponerte en su camino porque podía arrollarte como la embestida de toro bravo pero, en contrapunto, era noble, servicial, muy expresivo en sus gestos y un buen estudiante. Era el número uno de la clase de don Salvador en la escuela pública General Sanjurjo.
Llevaría unos cuantos meses en el colegio cuando un día nos convocan a todos en el cine porque había una especie de concurso en el que participaban varios chicos y chicas del colegio ante un tribunal formado por los maestros D. Salvador Arias, D. Rafael Zaragosí, la maestra Doña Manolita, Sr. Antonio, el cartero y todos ellos presididos por el inefable padre Adolfo.
El concurso consistía en ver quien conocía mejor el catecismo y temas de la Historia Sagrada. Los concursante eran escogidos entre el alumnado que el profesor creía más adecuados, generalmente los más adelantados de la clase. Tras darle las instrucciones previas de lo que se había de aprender de memoria, les daba un plazo de tiempo suficiente hasta final del curso escolar en que se celebraría la competición.
Habían dos equipos independientes el uno del otro; uno compuesto de cuatro chicos y otro formado por cuatro chicas, pues por entonces, todo se hacía por separado, ”los niños con los niños, las niñas con las niñas.”
Llegado el día de la prueba se creaba una gran expectación por ver cuál de los participantes sería el ganador. Cada uno de ellos tenía sus seguidores entre los familiares y amigos que ese día acudían al cine para animarlos. Seguir leyendo →
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